Tuesday, February 28, 2006

NEOLIBERALISMO Y SOCIALDEMOCRACIA

EL NEOLIBERALISMO Y LA SOCIAL DEMOCRACIA
(POR FERNANDO LONDOÑO HOYOS)

Nunca fue fácil la superviven­cia para la gran mayoría de los seres humanos. Desde que el hombre tiene memoria de sí mis­mo, su lucha fue dura, sus sufri­mientos enormes y sus esperan­zas vanas. Unos pocos manda­ron, algunos cuantos disfruta­ron los gajes del poder y la in­mensa masa fue desprotegida, hambrienta e irredenta. Sin echar muy atrás el reloj de la historia, para no hacerla larga sobre los metecos en Grecia, ple­beyos y esclavos en Roma y sier­vos en el medioevo, digamos que en Europa, el centro de la civilización occidental, la vida del común de los mortales fue horrorosa entre los siglos XVI a XIX. Si aplicáramos a aquella época los patrones más elemen­tales de medida de necesidades insatisfechas hoy en uso, diría­mos que la gran mayoría de los hombres y las mujeres que vi­vieron en aquellos siglos, mu­chos de oro" para ciertas na­ciones en tales épocas, se deba­tieron en los extremos de la mi­seria. Los campesinos y el po­pulacho urbano de la Revolu­ción Francesa, estaban en todo peor que los más pobres de nues­tros desplazados y los más olvi­dados de nuestros marginados, El pueblo inglés, que era dueño del mundo, vivía en condiciones que produce espanto recordar. Cómo huele de mal mi pueblo, decía algún príncipe alemán. Y tenía razón: su pueblo apestaba. La Revolución Industrial del Siglo XIX transformó el mundo. La producción en serie que las máquinas, hijas de la ciencia nueva, permitiera y las comuni­caciones que empequeñecieron el planeta, abrieron el horizonte a una nueva era. Nunca hubo tantos bienes, nunca se acumu­ló tanta riqueza, nunca se vio posible para muchos vivir me­jor de lo que vivieron sus padres desde la aurora de los siglos.

Así que la gran lucha social que empezó hace siglo y medio no es hija de la pobreza, hermana de la resignación y el abandono, sino criatura de la riqueza, que excitó la imaginación, avivó los enten­dimientos y mostró posible una nueva cara de la justicia y una nueva dimensión de lo humano.

Por una de esas extrañas pa­radojas en que la historia es tan rica, las tensiones sociales no se mecieron en la cuna de la pobreza, sino de la mayor prosperidad que conocieron los siglos. Fue con el creci­miento sorprendente de la producción industrial; con el nacimiento de los ferrocarri­les y los buques de vapor que hicieron pequeño el mundo; con la afluencia jamás vista de materias primas que absorbía una producción cada vez más ambiciosa; con el nacimiento de una nueva fuente de poder económico, que no fuera el privilegio de la nobleza o el privilegio de la tierra, como apareció la lucha formidable entre dos contendores que cubrirían el esce­nario histórico de los próximos siglos: el capi­tal y el trabajo.

Salvo en la Politeia de Platón, o en la Utopía de Tomás Moro o en la Ciudad del Sol de Campanela, que es como decir en viejos sue­ños olvidados, nadie había propuesto en se­rio la eliminación del derecho de propiedad, de aquella "plena in re potestas" que desde el Derecho Romano campeaba indiscutida por todas las épocas y todas las edades. Aho­ra, cuando la acumulación de capital podía llegar a límites insospechados, la cuestión se plantearía para dividir a los hombres en pun­to que nunca discutieron en serio, marcarle nuevos rumbos a la historia y un desafío desconocido a la política.

La teoría económica vino anticipada en favor del derecho absoluto a disponer de los bienes y de la abstención como único deber del Estado frente a los avatares de la productividad y del trabajo. Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, Ricardo con su teoría de los precios y los fisiócratas Quesnay y Turgot le abrieron paso al individualismo económico y sentaron bases del "laissez faire, laissez passer". El libe­ralismo económico a ultranza descansaba en el optimismo libertario que incendiaba el mundo desde finales del Siglo XVIII y en una sabia desconfianza pulla habilidad y la oportunidad con que se mueve por el mundo ese pesado y errático paquidermo que es el Estado. Era pre­ciso dejar las cosas al libre arbitrio de los hom­bres, que una eficaz mano invisible corregiría yerros y repararía injusticias.

Pero el entusiasmo no vino de la mano de la buena fortuna. La opulencia de muchos indig­naba frente a la miseria de muchos más. Que­braron campesinos y artesanos, cerraron por miles pequeños negocios, ciudades enteras perdieron su trabajo. El realismo literario de la época, Dickens en Inglaterra, Flaubert y Balzac en Francia, Pérez Galdós en España, dejó constancia de tantas infinitas amarguras como las que traía el progreso. El pueblo se sublevó en 1848 y de las barricadas tumultuo­sas y desesperanzadas no sólo quedaron "Los Miserables" de Víctor Hugo. La reacción esta­ba por llegar y más temible que la de una barricada callejera. La propuesta socialista, con su encanto romántico, sus extravíos con­ceptuales, sus entusiasmos y sus rencores y sobre todo con sus monstruosas equivocacio­nes toca a las puertas de estos breves bosque­jos de historia y política.

El entusiasmo de los economis­tas liberales ante la Revolución Industrial y ante la avalancha de bienes que trajo consigo, se ex­tendió al campo social, seguros aquellos de que la prosperidad encontraría el camino adecua­do para llegar a todos: "La persecución del benefi­cio individual está admirablemen­te relacionada con el bien univer­sal de todos". La frase es de Ricar­do, mas pareciera de Adam Smith en el clímax de su fe por la "mano invisible". Pero la mano invisible, sin duda eficaz en muchos frentes de la economía, fue torpe o lenta en materia social y política. Los Fabianos y Malthus, siguiendo de cerca al propio Ricardo, habían reconocido que la participación del salario en el reparto del producto total, sería el biológicamente in­dispensable para la supervivencia y la reproducción de los obreros. Y por supuesto que el mundo no iba a tolerar impasible esa monstruo­sidad. La miseria total de los que no encontraban trabajo en ese es­cenario fascinante pero cruel, y la cuasi miseria de los que ofrecían sus brazos por un mendrugo de pan, indujeron la revuelta. El tra­bajo impiadoso de las mujeres y los niños, las jornadas agotadoras de 16 o 18 horas por día, las condi­ciones insoportables de higiene y de moral en las minas y las fábricas abrieron paso a la revuelta. Así llegaron las grandes reformas po­líticas: la libertad universal, pro­clamada por Lincoln, en los Estados Unidos, res­catando la raza negra del oprobio esclavista; la participación univer­sal en la política, obra del Disraeli en Inglaterra; y el Seguro Social universal, creado por Bismarck en Ale­mania, pusieron los cimientos del Estado Moderno.

Pero no era bastante. Algunos querían ir más aprisa y otros apun­taron sus flechas a blancos distin­tos. La superabundancia de la propiedad puso en el tapete la discusión sobre la legitimidad de ese derecho; y de la sustitución de los viejos privilegios heredados con la tierra o con los títulos por los nuevos privilegios nacidos de la industria y el comercio, surgió el debate sobre la existencia pura y simple de los privilegios y las desigualdades. La llamada cues­tión social había nacido para cu­brir las nuevas preocupaciones de la política universal.

Resulta apreciable el hecho de que el primer gran socialista no fue un resentido, ni un ambicioso
político, ni un pensador idealista. Robert Owen fue un empresario exitoso, que quiso convencer a to­dos los colegas de su tiempo de que el éxito industrial tenía que caminar de la mano con la justicia y el bienestar para los obreros que la hacían posible. En su tiempo fue la lucha de un quijote contra moli­nos de viento. Hoy, siglo y medio después, Owen es el heraldo de los grandes expositores capitalistas so­bre la excelencia empresarial.

Otros no eran de ese origen ni tenían esa mira. Proudhon defi­nió la propiedad como un robo y Fernando Lassalle, sin duda el más grande pensador socialista del siglo pasado, sentó las base para un colectivismo corporativo sobre los bienes de producción, , proyecto que después se vería de centro o si se quiere tibio ante la “social democracia" leninista. En un duelo por los ojos de una bella princesa bávara murió Lassalle y quedó franco el camino para Marx. Este judío de origen, me­diocre filósofo, erudito pasmoso, misántropo nada admirable, cam­bió la vida de miles de millones de seres humanos. Su enredada tesis, herencia de las teorías eco­nómicas de Ricardo y los Fabia­nos; del materialismo de Feuer­bach; de la dialéctica de Hegel y del optimismo liberal, se volvió una teología.

El marxismo fue muy curio­sa religión, por­que se montó a despecho de sus creadores Marx y Engels quisieron ser políticos triun­fadores y mu­rieron sin cono­cer una victo­ria; quisieron ser pensadores originales y su _eclecticismo pobretón no fue ca­paz con la crítica más simple ni pudo aplicarse a la realidad más dócil. Pero tuvieron éxito en li­berar de los viejos odres en que dormían resentimientos v odios milenarios y no vivieron para ver convertida su política en re­ligión, su sistema en teología, sus figuras en las de profetas o dioses.

Según Marx, los proletarios de os países industrializados, con­denados a la miserable condi­ción de la supervivencia biológi­ca; crecidos en número sin cesar y crecido sin cesar su abandono r su desesperanza; despojados del valor de su trabajo que hin­chaba las arcas de una burguesía avariciosa, terminarían por unir­se y destruirían la sociedad opre­sora y los ídolos que justificaban esa opresión: la familia, la reli­gión, la propiedad y finalmente, e1 Estado. Al cabo de ese proce­so, liberado el mundo de esas superestructuras maléficas, vendría la paz sobre la tierra, el idilio de una sociedad feliz, sin clases, sin luchas, sin odios, sin necesi­dades. Marx es igual a Rousseau. Ambos creyeron en el buen sal­vaje. Solo que para el Ginebrino era el comienzo de la historia. Para el judío alemán, el hombre bueno por naturaleza y feliz por derecho de conquista vendría al final de la historia, después de la síntesis dialéctica suprema que detendría en el paraíso terrena1 el reloj del tiempo y los pesares de la humanidad.

El problema de ese discurso tan hermoso en sus extremos –la solidaridad de los que sufren, al comienzo, y al final la felicidad plena de todos- era el paso intermedio. Para ir de un extremo a otro resultaba precisa la purifi­cación en una dictadura, la del proletariado.

Marx se equivocó en casi todo. Los proletarios del mundo in­dustrializado mejoraron su con­dición, vivieron mejor y detesta­ron las dictaduras. Pero la teolo­gía del odio cayó en el abonado terreno de la ignorancia, la po­breza y ese como escepticismo resignado que es la piel espiri­tual del pueblo ruso. La revolu­ción de octubre, la audacia de Lenin y Trotski, la impopulari­dad de los zares y la idiotez útil de Kerenski, hicieron el milagro. Rusia cayó en la "dictadura" que jamás fue del proletariado y esa dictadura, avasalladora, atractiva de lejos, implacable y feroz de cerca, se comió medio mundo. Si Marx fue el iluminado, Lenin el Profeta, los acólitos beneficiarios millones, hubo un grande ejecu­tor, el predestinado por los dio­ses de la tragedia humana para interpretar la dictadura, ese paso intermedio pero indispensable de la lucha de clases a la paz sin propiedad ni clases. Fatalmente, Marx no llegó a saberlo, cada pueblo social demócrata tendría que parir su propio Stalin.

El triunfo del partido social demócrata ruso, que así lo llamó Lcnin, fue el increíble suceso de una minoría, de unos audaces ridículamente escasos. Los com­pañeros de Lenin en 1917 no fue­ran más de veinticuatro mil, es­critos así, en cifras, para que no se crea que el computador se ha comido tres o cuatro ceros. En 1924, el partido no llegaba al medio millón de adeptos y en 1929, ya maduro para Stalin y dueño de todo el aparato del poder, no superaba el millón y medio de simpatizantes. ¿Cuál triunfo del proletariado? ¿Cuál fue la obra popular que derrotó el zarismo y destruyó la burguesía que lo mantenía?

El partido que se llamó bolche­vique, para distinguirse de los desviados mencheviques, sus primeros enemigos, todos asesi­nados luego, bien se entiende, fue desde su inicio el partido de la audacia, el engendro de la menti­ra y el monstruo de la propaganda.

La utopía social demócrata que le propusieron al mundo Marx y Engels, y Lenin a la vieja Rusia de los zares, era de tal modo antinatural que necesi­tó a Stalin para imponerla y conservarla. La hu­manidad que avanza tanto en tan­tos frentes, y que ha logrado multi­plicar su memoria técnica en proporciones descomunales con la ayuda del computador, sigue falta de memoria política. Por eso repite sus errores y autoriza por olvido las más duras crueldades y los ma­yores desastres. Ahora, cuando nos invitan a montar otra social demo­cracia, vale la pena recordar cómo fueron las que en carne y hueso cono de ron los desventurados hombres de este siglo que por fuer­za hubieron de padecerla.

La dictadura del proletariado, ese paso intermedio entre la lucha de clases y el paraíso liberal con que ilusionó Marx al mundo, ha de ser absoluta para permitir la sinies­tra experiencia de obligar un pue­blo entero a que sea lo que no es, viva como no quiere, y trabaje, produzca, ame y se deje gobernar
como no le guste. Esa forma de diseñar la vida, acudiendo a la téc­nica que Popper llamó la "ingenie­ría social", sólo es eficaz y posible con el uso de la fuerza bruta y de la crueldad ilimite auxiliadas con el cinismo, la inmoralidad absoluta, el maquiavelismo total.

Stalin lo supo y si hubo comu­nismo en el mundo fue por ello y porque no vaciló en manejar como convenía todos los instrumentos de represión y manipulación que estuvieron en sus manos. Para empezar, bueno es que se lo recuerde, el Socialismo asesina sus propios colaboradores. Para justificar la purga política, Stalin asesinó a Kirov¡ sin duda el hom­bre de mayor carisma en la cúpula: la leninista y acusó a Kamenev y a Zinoviev de ese crimen, los de­claró enemigos del pueblo ruso y los fusiló. Bukarín, Rykov, Evdo­kimov y muchísimos otros co­rrieron la misma suerte. En lo que se refiere al partido Social Demó­crata original, Malenkov presen­tó el balance al XVIII Congreso que se reunió en 1939. De 1.589.000 simpatizantes iniciales, escapó de la muerte el ocho por ciento. Del Comité Central elegido en 1934¡ fue físicamente liquidado el se­tenta por ciento.

Al ejército no le fue mejor. Sta­lin fusiló, desapareció o ahogó en la mitad de los ríos -otro procedi­miento que lo atraía sobremane­ra- cerca de 40.000 miembros de la alta oficialidad, casi todos ge­nerales y coroneles el resto.

El pueblo raso la pasó peor. La gran transformación industrial, indiscutible éxito inicial stalinia­no, cobró millares de vidas. Mien­tras que el desastre agrícola -el comunismo ruso nunca pudo re­solver el problema de la produc­ción de alimentos- no sólo costó hambre en las ciudades sino millo­nes de muertos en los campos. Los “mujiks” fueron confiscados sin piedad y villas enteras condena­das a errar por meses sobre las frías estepas en busca de un goulag, la:: hoaendas prisiones que describió Solshenitzyn. Los muertos se cuen­tan por millones. La agricultura colectiva a través de los famosos kolkhozes fue siempre ineficaz en producción e inhumana en su es­tructura. Los pueblos sometidos, bielorrusos, tártaros, chechenos, ukranianos, letones, estonios o li­tuanos fueron tan maltratados como las feroces reacciones que hoy demuestran.

Al interior, la policía secreta NKVD, cuya brutalidad excede la imaginación y subleva con su recuerdo cualquier alma limpia. Al exterior, la propaganda, la fa­lacia, el engaño convertidos en norma y herramientas de comba­te. Ese fue Stalin. Ese el paso de la social democracia por el mun­do, que terminó en la más dra­mática quiebra económica que puede recordarse. El hambre de los rusos de hoy, su desazón y su angustia, es el precio paga­do por 70 años de incapacidad para derrocar una tiranía y ha­cerle frente a la verdad. ¿Al­guien querrá más socialismo en este mundo?

Es que la barbarie bol­chevique era demasiado vi­sible como para negarla y demasiado bárbara como para seguirla. Pero el hom­bre no aprende y las teologías no ceden. El Socialismo comprome­tió el corazón de centenares de millones de prosélitos que proba­blemente de buena fe siguieron esperando la nueva aurora de la solidaridad universal, de la igual­dad redentora y de la felicidad prometida al otro lado del cami­no. Nada parecido ofrecía el mo­delo ruso, por lo que muchos cam­biaron de faro y se apuntaron al chino. A estas alturas asombra la tozudez de los socialistas y sus simpatizantes, cuando tan obvias eran las dos características funda­mentales de esos dos sistemas políticos y de cualquier otro que siguiera sus huellas: la represión feroz de la libertad humana y la . ineptitud total para crear riqueza y repartir prosperidad.

Los socialistas sentían que su misión, confundida con su ambi­ción, era ecuménica. Por eso se lanzaron a la conquista del mun­do y por poco asestan el golpe maestro en España, milagrosa­mente salvada del Stalinismo por el coraje de Franco y del pueblo español. Pero allá quedó claro cuántos señores Azaña, Prieto, Largo Caballero, estarían dispues­tos a jugar en los 40 años subsi­guientes el triste papel de los idio­tas útiles.

La segunda guerra mundial y la estolidez de los aliados -que sufrieron aquella ceguera volun­taria que oscurecía al mundo en­tero-le dieron a Stalin la. mitad de Europa y le abrieron la puerta hacia la mitad del mundo. La guerra fría fue la angustiosa eta­pa de la historia universal en que el mundo libre hizo de pobre es­pectador de las atrocidades del socialismo y llegó a dos dedos de su perdición. El sudeste asiático, África y América Latina fueron los destinos predilectos de los ex­pedicionarios marxistas. Donde fueron triunfantes, solo dejaron el testimonio de su fracaso, hoy todavía comprobable en museos vivientes como Cuba y Corea del Norte. Pero no quedó, por donde pasaron, sino estelas de lágrimas, de sangre y de pobreza.

Hubo momentos en que el mundo entero parecía ávido y feliz de socialismo. El laborismo inglés; el comunismo de Marchais y el socialismo de Mitterrand en Francia; Willy Brandt en Alema­nia; todos los países nórdicos con Olof Palme a la cabeza; el comu­nismo italiano y hasta los demó­cratas norteamericanos jugaban a la "social democracia", sin en­tender que era el juego más peli­groso de cuantos el hombre in­tentara sobre la tierra. Hubo un momento en que perdida toda esperanza de salvación, se escri­bió un libro apocalíptico, pero cargado de franqueza y realismo. "Cómo terminan las democra­cias", de Jean Francois Revel, fue el canto del cisne de la libertad del mundo.

La "social democracia" euro­pea, que nos inocularon a torren­tes en Latinoamérica desde la Cepal, y de la que tuvimos expe­riencias tan vivas como la de Ge­tulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, Echavarria y López Portillo en México, Velasco Al­varado en el Perú y Allende en Chile, tomó su doctrina econó­mica de John Maynard Keynes. El secreto de la felicidad es un Estado que gaste mucho, inter­venga mucho y reparta mucho. Al influjo de esta febricitante con­cepción estatista, se multiplica­ron las empresas públicas, ex­plotaron las nacionalizaciones, aumentaron colosalmente los im­puestos y las barreras proteccio­nistas al comercio, y al fondo se dibujó la tierra prometida. El Estado no era solamente el supe­ragente económico, sino que lla­mándose "Providencia" o "So­cial de Derecho" era el reparti­dor de bienestar" desde la tum­ba hasta el sepulcro".

Ese sueño, en el que cayeron generaciones enteras y al que se rindió la "intelligentsia" de va­rias décadas-Russell, Sartre, Gra­msci, Neruda, García Márquez, para citar unos pocos de esos cruzados de la causa- iba muy pronto a convertirse en pesadilla y a terminar en tragedia. Esta vez la humanidad se salvó.


La fórmula de Keynes para su­perar los ciclos recesivos de la economía y garantizar la pros­peridad de las naciones, contie­ne elementos encantadores y para quienes manejan el poder político explicable mente irresis­tibles: gastar mucho, intervenir mucho y repartir mucho, es una propuesta tan tentadora como disparatada. La buena suerte acompañó esta tesis social demócrata por varios decenios. Porque no sólo coincidió con la exacerbación romántica de la causa socialista, hábilmente ex­plotada por quienes no teniendo nada de ro­mánticos la comprendieron fabulosa para sus intereses, sino que además compartió su mo­mento histórico con la más larga y' sostenida etapa de crecimiento económico que conocieron los países ricos del mundo. Ese tiempo que corre de 1945 -la inmediata posguerra- a 1975 -el shock petrolero-, es bueno recordado, lo llaman los estudiosos"'los treinta gloriosos". Pues en ese período la economía no creció por socialista, bien se sabe, sino por liberal. Las gigantescas inversiones de los Estados Unidos en Europa y Asia; el renacimiento de los mercados europeos; la entrada en escena del Japón y los cuatro dragones; el crecimiento sin precedentes del comercio internacional, nada tuvieron que ver con Keynes. Pero produjeron tal cantidad de riqueza acumulada, que los keynesianos hicie­ron de las suyas gastando como nunca, pues había de dónde gastar, creando gigantescas empresas públicas, interviniendo en una econo­mía que era capaz de soportar intervencionis­mos, y finalmente organizando una seguridad social nunca soñada, que parecía la vuelta al mundo de la providencia, inagotable como la eterna, pero de verdad transitoria y precaria como el Estado que la encarnaba.

Gastar mucho es una delicia, pero como prác­tica económica nada aconsejable. Así que de mucho gastar se llegó al punto en que los go­biernos tenían que cobrar cada día más im­puestos a unos empresarios crecientemente agobiados por cargas nuevas y regulaciones insoportables. Y lo que parecía imposible, ocu­rrió. El Estado Providencia llegó a las puertas de la quiebra y al borde del desastre vinieron a su rescate las viejas ideas del orden económico liberal, que pacientemente pulidas por Hayeck y los seguidores de la escuela de Friburgo, encontraron su oportunidad histórica. Ronald Reagán en los Estados Unidos, Margareth Thatcher en la Gran Bretaña, Barre y Chirac en Francia, Kohl en Alemania, Slaughter en Dina­marca, Aznar en España, son algunos nombres de los políticos que salvaron a Occidente, resta­bleciendo principios elementales que se olvi­daron en la francachela socialista. La austeri­dad en el gasto, el estímulo a la producción, la prudencia con los impuestos, el respeto al mer­cado como mecanismo fundamental para la determinación de los precios y la asignación de los recursos, la libertad del comercio interna­cional y finalmente, pero no lo menos impor­tante, la libertad individual y no el aparato estatal como elemento clave de la prosperidad, fueron las reglas determinantes de una política que salvó al mundo, derrotó para siempre al socialismo y abrió el horizonte de un nuevo orden mundial.


En primera instancia el so­cialismo fue vencido en Oc­cidente. Los rayos de luz de la nueva política que empezaron alumbrando desde los Estados Unidos y la Gran Bretaña, pron­to llegaron a toda las naciones libres. Pero faltaba el hecho de­cisivo, algo así como la verifica­ción notarial de un colosal fra­caso histórico. Y como tenía que llegar, llegó. El acontecimiento más importante de este siglo, quién lo creyera, tuvo lugar con la aparición de un libro. Mijail Gorbachov, el hombre fuerte de todas las Rusias, desapareció unos meses del escenario para regresar a la superficie de la vida política trayendo en sus manos, nuevo Prometeo, el fuego que daría calor a la era que nacía. La Perestroika fue mucho más que un libro. Fueron las confesiones tardías, pero sangrantes, que por salidas del corazón de un pue­blo valieron más que todas las que almas atormentadas, divi­nizadas o perversas produjeron a lo largo de los siglos. Ese reco­nocimiento de culpa tuvo mu­cha que ver con los crímenes, los excesos, los pecados contra la libertad v contra el hombre que se cometieron al impulso de una ilusión falaz y de pasiones oprobiosas. Pero en lo que más ahora nos importa, la Peres­troika fue la admisión de una grande equivocación: la planifi­cación central de la economía. Gorbachov aceptó, a nombre de la humanidad, que el Estado no puede sustituir la voluntad in­dividual, ni anticiparse a sus cambios, ni cuantificarla en su ímpetus, ni someterla a su arbi­trio.

Así que a finales de los años 80, lo sabrá bien sabido el estu­dioso de estas lecciones, ya se habían aprendido, cuando me­nos, dos lecciones fundamen­tales: que el gasto del Estado no es el milagro reparador que pro­puso Keynes, sino bien al con­trario la más peligrosa y costo­sa tentación política de nuestro siglo, y que la economía no la deciden los burócratas oficia­les desde una oficina planifica­dora, sino el mercado real con sus vicisitudes, sus atractivos, sus riesgos y sus recompensas.

Siendo ello así, comprende­rán el error colosal en que consistió nues­tra Constitución de 1991 en ma­teria económica. Cuando se oía el mea culpa socialista por una planificación absurda, la Carta la instituía como la ley más importante de todas, el Norte de nuestros esfuerzos, la guía de nuestro comportamiento. ¡Increíble! La famosa Ley del Plan, del capítulo 2 del Título XII de nuestra Constitución, es el anacronismo más absurdo, la insensatez más evidente, la torpeza más desenfrenada que hubiera podido cometerse. Con la suerte, bien poco apreciable, de que a esa Ley tan ilusionaria como nefasta nadie le ha conce­dido la menor importancia. Si quiere usted divertirse un poco de nuestras sandeces, léase, por ejemplo, la Ley del Plan apro­bada para el cuatrienio 1998-2002 y compárelos con los cuatro años verdaderos y reales que vivi­mos. Así verá hasta dónde so­rnas tontos y hasta dónde por tontos perdimos todo este siglo entre antiguallas y tonterías.

Pero no era bastante. Debía­mos equivocamos un poco más. y aprovechamos el momento para convertirnos en los cam­peones mundiales del gasto público, por mandato de la Constitución Nacional! Como teníamos niños sin escuela, en­fermos sin hospital, pueblos sin agua, familias sin techo, le or­denamos a un Estado pobre y a un Gobierno ineficaz, que gas­tara, gastara y gastara para pro­ducir escuelas, hospitales, acue­ductos, alcantarillados, ancia­natos, estadios de fútbol y otras maravillas. Con el nombre de gasto público social, arropamos todos esos dictados de la justi­cia y nos condenamos a la crisis cuya más cruda realidad ape­nas apunta en el horizonte.


Como no en todas partes resultó digeri­ble la extrema formulación del ideario po­lítico marxista, al impulso de los atractivos sofismas de Keynes se en­sayaron vías intermedias que reclamó como suyas la so­cial democracia occidental. Para este pro marxismo atenuado o desteñido, la planificación no podía ser omnicomprensiva ni su aplicación totalizante. Pero como era preciso llegar al fin, la Providencia convertida en he­chos a través del poder público, resultaba imprescindible que el Estado, lejos de presenciar como gendarme impotente la lucha económica, interviniera en ella a favor de los débiles, represen­tando el interés general que de­jaba siempre al garete la ciega ambición individualista.

El Estado ha de intervenir, reza el credo neo social demó­crata -al que ya de nuevo po­quísimo le queda- para racio­nalizar la producción, la distri­bución y el consumo de las ri­quezas, defendiendo al prole­tariado de las garras opresoras de los ricos. Esa es la manera de dirigir la economía hacia el an­helado puerto del bienestar compartido, la redención de las masas y el triunfo de la justicia.

Bajando del discurso a los he­chos, que es el tránsito más di­fícil para cualquier humana empresa, el intervencionismo protege, ordena, estimula, dis­tribuye y castiga. En primer lugar, hará todo ello con el plau­sible propósito de que el país sólo compre lo que necesita, rechazando cuanto por produ­cirlo le sobra. La prueba reina del Estado interventor, ha de encontrarse invariablemente en el manejo del comercio exterior y de los cambios. Como los re­cursos son limitados, no el con­denado mercado sino el inteli­gente Ministro, dispone lo que se importa y sobre todo a cómo se importa. Para ese efecto, nada como traer baratos los bienes de capital y las materias pri­mas, la alta tecnología y los bie­nes de consumo indispensables. Así nacen los controles de cam­bios que centralizan en el po­der público las divisas, para repartirlas como conviene se­gún el plan preestablecido
.
La centralización del cambio y el fomento de la importación barata, suponen el sacrificio de alguien, que no hay ganadores sin un perdedor. La víctima es el exportador, supuesto benefi­ciario de ciertas ventajas que es preciso reprimir en beneficio colectivo. Así nacieron todas las economías de sesgo antiexporta­dor y todos los favoritismos, las corruptelas y los desastres en el control de las importaciones.

Si las importaciones vienen reguladas, y el fabricante tiene el privilegio paternalista de la protección, será preciso poner orden en el mercado interno. Así que otro Ministro, tan inteli­gente como el que maneja el comercio exterior, interviene en el interno. Los controles de pre­cios, las cuotas de absorción, los créditos de fomento y finalmen­te los subsidios, se vuelven el pan cotidiano de la mesa social demócrata.

Aquí queda compuesto el , cuadro de las realidades mer­cantilistas, este injerto de mar­xismo y Keynes que integran los favorecidos con las licen­cias de importación, los favore­cidos con el cierre de importa­ciones competitivas, los favo­recidos con precios administra­dos, los favorecidos con la es­peculación de permisos y licen­cias, los favorecidos con los cré­ditos blandos, los favorecidos con los subsidios. La social de­mocracia intervencionista des­emboca por fuerza en el reino de los privilegios y en el mun­do alucinante de la corrupción y de la pobreza colectiva. Los ejemplos sobran y el nuestro es de los mejores de ellos.


El intervencio­nismo del Es­tado social de­mócrata, tiene conocidos los comienzos e imposibles los finales. Cuan­do se favore­cen los sembra­dores de la pal­ma africana con cuotas de absorción y con precios, ponga­mos el caso, queda intervenida toda la industria de las grasas y los aceites. Lo que significa dis­poner de la soya, el algodón, el ajonjolí, el girasol y los aceites animales. Pero como el aceite viene prendido a las tortas, he aquí complicado el panorama con los alimentos concentrados y obviamente con toda la cadena proteínica. Así que vamos en la avicultura y la porcicultura, ri­vales de la ganadería y de la pesca, que reclamarán la mano que las equilibre o que las con­tenga, para que no desbaraten el resto del cuadro. Pero tampoco se puede gobernar la carne de vacuno sin la leche y la leche se vuelve un capítulo especial de las aventuras reguladoras, im­portadoras, protectoras o de subsidio. Cuando menos se piensa, lo que empezó por de­fender a unos pocos termina en epidemia de controles, reduc­ciones, absorciones, precios ofi­ciales y vigilados.

Como siempre quedan cosas por hacer, justicias por lograr y beneficios por distribuir, el Esta­do social demócrata se vuelve fatalmente empresario. Los ar­gumentos justificativos son los más variados, desde la sobera­nía nacional y los bienes estraté­gicos, pasando por el dogma de los servicios esenciales y termi­nando en la necesidad de que alguien se dé la pela del negocio malo que no quieren los empre­sarios buenos. Y al impulso de tantas necesidades por satisfacer y de tantos principios por respe­tar, nuestro Estado social demó­crata se vuelve minero y juega al petróleo, al carbón y al cobre; de allí pasa a la gasolina, al gas, a la petroquímica y a la siderúrgica; lo vem05 de transportador aéreo y marítimo, dueño de ferrocarri­les y patrón de puertos y aero­puertos; se especializa en ener­gía eléctrica, administra acueduc­tos y recoge basuras; monopoli­za la televisión, compite en la radio, se adiestra en telefonía lo­cal e internacional y coloca saté­lites en órbita o participa en sus costos; funda universidades y colegios y ya siendo educador pasa a médico, farmacéutico, científico y enfermero; el bienes­tar común lo mueve a la filantro­pía y lo arrastra hasta el deporte: es futbolista, gimnasta, boxea­dor y tenista; promueve juegos, reglamenta torneos, dirige y en­trena; de deportista pasa a ci­neasta y compra tea tros, financia pésimas películas y organiza fes­tivales; crea orquestas, se vuelve museólogo, operático, melóma­no y parrandista; fabrica ron y aguardiente, es matarife y tauró­filo; promueve macro empresas, exporta bienes estratégicos, im­porta productos esenciales, pro­duce abonos y semillas y por supuesto, para que todo eso sea posible, cae en la tentación de banquero y como banquero peca en grande; financia a los agricul­tores, les presta a los constructo­res, capitaliza a los pequeños in­dustriales, recoge a los quebra­dos, impulsa las cooperativas y compite con los banqueros de in­versión y con los fondos mutuos; para terminar, es el campeón de la seguridad social y el dueño de la investigación tecnológica.

Cada negocio trae la necesidad del siguiente y de cada desastre económico le quedan en herencia dos o tres empresas, sendos sin­dicatos y miles de trabajadores intocables. El Estado empresario, hermano del Estado interventor, hijo del planificador y pariente inmediato del Estado Providen­cia, no ha sido una casualidad. Es la esencia de la social democracia, de su recetario trasnochado, de sus ilusiones yertas y sus desven­cijados sofismas.


Visto queda, que la so­cial democra­cia pura, que es la del marxis­mo ortodoxo, descansa en la planificación central de la economía como dogma y * en la dictadu­ra política como instrumento. y que ese ensayo, cabe agregar, le trajo esclavitud y miseria, mo­ral y física, a la mitad del géne­ro humano durante más de me­dio siglo. La versión atenuada, que es la del viejo socialismo con la bendición de Keynes y el apoyo de toda la "intelligent­sia" europea y latinoamericana en boga del año 30 al 80 de esta centuria, tolera algo de propie­dad privada y a regañadientes acepta el mínimo de mercado posible, pero manteniendo sin concesiones las bases del siste­ma: Un Estado fuerte, planifi­cador, empresario, interventor y dirigista, eje, desiderátum y ejecutor de la felicidad pública a través de la Providencia que distribuye y árbitro de todo el quehacer económico cuyas cuerdas maneja de grado o de fuerza.

Los ensayos socialistas extre­mos quedaron arrullados por la historia en el desván de los sueños rotos, que lo fue para algunos, y de los intentos nun­ca acabados de las ingenierías sociales, dictaduras mejor o peor disfrazadas que cierran las sociedades en beneficio de sus sátrapas y verdugos. De la so­cial democracia extrema que­da, en América Cuba; el último rezago en Europa lo testimonia Albania y acaso lo practique de hecho algún tiranuelo africa­no. Pero la otra no se rinde y esconde las crueles heridas que dejó en el cuerpo de la humani­dad usando el ataque por de­fensa, acusando al mercado de todo lo malo que ocurre y repi­tiendo sin cesar que la libertad es un engendro del diablo al servicio de los poderosos. Con esa agresión feroz, se intenta en vano el desprestigio del único camino que ha dado a los hom­bres esperanza, prosperidad a los pueblos y estabilidad en el progreso a las sociedades polí­ticas más progresistas y justas que los tiempos conocieron.

Así que no haremos la apolo­gía del neoliberalismo, porque la palabra está hoy prohibida y sobre su fantasma anonadado recae un anatema. Mejor que eso, digamos cuáles son las ba­ses de la concepción del mun­do económico que es opuesto al de h1 social democracia y que hoy prevalece en el mundo, por mucho que le ladren los perros del resentimiento o los infati­gables fabricantes de utopías.

El principio rector e insusti­tuible del antisocialismo, es el cuidado, la limitación, la auste­ridad que ha de guardarse con el gasto público. La Revolución Francesa, que tiene tantos y tan contradictorios signos, se justi­ficó en la vida de la economía por la gran conquista popular contra el Antiguo Régimen, re­presentado en el Derecho de la Corona a gastar cuanto quería, alimentándose de cuanto tri­buto le fuera necesario. Con sie­te siglos de retraso respecto a la Revolución Inglesa contra Juan sin Tierra, el pueblo francés convertido en Asamblea, Con­vención o Congreso reivindicó el derecho sagrado del pueblo a decretar los impuestos y a vigilar la cantidad y el destino de las expensas públicas. Todo lo demás es arandela. El Parla­mento moderno se justifica, como idea o como práctica, por ese principio sagrado y por esa lucha en la que no puede haber desmayo. El Estado es el costo­so instrumento para la supervi­vencia organizada de la socie­dad humana. Pero excedido en su poder, en su ambición y en sus ex acciones, se vuelve el te­rrible Leviathan que devora la libertad y envilece al hombre entre las cadenas de la esclavi­tud económica. El gasto públi­co.


Sie Siempre supie­ron los pueblos lo que cuesta un príncipe gastador. Cuando César premiaba sus legiones, tem­blaban terrate­nientes y adi­nerados; cuan­do escaseaba el Tesoro del Em­perador, los súbditos temblaban por el suyo; cuando el Señor Feu­dal ensanchaba el castillo o movía guerra a los vecinos, pagaban los siervos de la gleba; y cuando los reyes se mostraban magníficos, los pobres eran más pobres y de­sastrados. Esa relación entre el gasto público y la miseria priva­da, tuvo hasta acabada la Edad Media la única virtud de que era tan evidente como dolorosa. A la Revolución Francesa le estaba re­servado el dudoso honor de in­troducirle trampa al sistema, que a estas alturas muchos descono­cen, mientras otros se esfuerzan en mejorar el truco o perfeccionar la ilusión.

Para financiar la guerra con­tra la Europa de las monar­quías, la República emitió los famosos "assignats" que eran como moneda respaldada en los bienes del clero recién ex­poliado. Más armas y vituallas necesitaban los ejércitos, más papeles circulaban sin que cre­ciera el respaldo. Hasta que los tomadores, comprendiendo el timo, pagaban barato el título envileciendo de paso los emi­tidos originalmente.

Cuando nacieron los Bancos Centrales, y a Napoleón se debe el invento, la tentación quedó al alcance de la mano. Si los tributos no alcanzaban, el Banco emitía más moneda, la hacienda pública cuadraba y desde el poder se gas­taba. Pero igual que con los “assig­nats”, si la reserva de oro no era suficiente, por bonitos que fueran los papeluchos valían menos y el que los tenía se empobrecía. Esa desproporción entre la moneda representativa de valor y el valor real que le sirve de respaldo, es lo que llaman los modernos econo­mistas la inflación. Y como la in­flación es pobreza, queda claro que la pobreza es hija bastarda, pero bien reconocida, del gasto del Estado.

Será inevitable que el Estado quiera gastar más de lo que pue­de. Suponiendo que no fuera por su infinita tendencia al despilfa­rro y a la corrupción, encontrará para hacerla una disculpa apa­rentemente honorable y política­mente productiva. La que anda en uso en nuestro tiempo es el interés general que se expresa en la defensa de los pobres, a quie­nes debe acudirse con techo, sa­lud, educación, servicios esencia­les, seguridad y esparcimiento. Con semejante motivo, cuya legi­timidad moral nadie osaría dis­cutir, este samaritano moderno eleva los tributos, emite moneda si se lo permiten y finalmente se endeuda. La guerra a la pobreza queda declarada y temible como cualquier guerra, tiene de espe­cial que de antemano se sabe el perdedor. Porque el pobre estará irremisiblemente más pobre y sus amigos políticos, los samperes y serpas de todos los países ten­drán una nueva oportunidad, a través del gasto público, de de­mostrarles amor condenándolos a más pobreza.
.
Está bien averiguado en eco­nomía moderna, que el impues­to no lo sufre quien aparente­mente lo paga. Tiene esta maldi­ta figura la fea maña de mudarse sin que nadie tenga que reco­mendárselo. Los impuestos son nómadas por naturaleza: el mer­cader se lo cobra al comprador, el fabricante al mercader, el pres­tamista al prestatario, el profe­sional al cliente. Y después de tantas idas y venidas, termina alojado en la casa de quien me­nos lo desea como huésped. Los impuestos son devastadores por naturaleza. Por mucho que se los vista de seda, mona se quedan. Ya veremos si en lugar de ellos la "financiación" de los gastos del Estado mejora el semblante de los gastos estatales.


Habíamos dicho que los impuestos son cargas que el pueblo lleva para vivir organi­zado, para sentirse seguro y para recibir justicia. Llevada por el entusiasmo keynesiano, la social democracia les añadió mil virtudes y cualida­des. Que con ellos mejora la economía, se rompe el círculo aflictivo de las depresiones, se dispone la prosperidad de todos y se iguala a los hom­bres entre sí, separados por la suerte o por la industria en la inequitativa carrera de la vida. Pero las cosas son bien distintas. Los ingresos del Estado reducen el capital productivo de una comunidad cualquiera. Ello es tan obvio que pudiera callarse. Si los recursos son limitados, lo que se lleva aquel "servicio público" tan encomiado por la izquierda, lo pierden la producción, el desarrollo tecnológico, la agricultu­ra, la minería y los transportes, los seguros, los bancos, el turismo y el comercio, es decir, la gente y entre la gente siempre pierde más y primero la más pobre.

No ha de extrañar a nadie, que cuando los economistas obraron con inteligencia y los políticos controlaron sus propias ambicio­nes, se redujeron los impuestos para que creciera la prosperidad colectiva. El "milagro" alemán de Adenauer y de Erhardt; el "milagro" japonés; los "milagrosos" dragones del Asia; el "mila­gro" brasilero de 1965 a 1980 y el "milagro" chileno, no fueron tales gracias de la Providencia Divina, sino episodios donde los hombres obraron con más inteligencia que buen corazón.

Pero el Estado no resiste las malas tentaciones. Porque la política es el arte de prometer imposibles, y el pueblo es como tantas mujeres, que adoran el engaño. Así que no faltan los que prometen quitar a los ricos para darle mucho a los pobres, cerrar la brecha que los separa con el puente de la tributación y ejercer desde arriba la filantropía que falta en el egoísta corazón de la libertad.

El crecimiento tributario tuvo a Occidente a dos dedos de su perdición. Es un hecho histórico e inamovible como una catedral.

La seguridad social, la Providencia, la inagotable aspiración a calmar los males de la especie, llevaron el mundo a lo que llamó Paul C. Martin "La Bancarrota del Estado". Así que probado que el Estado quiebra como cualquier hijo de vecino, y de ello dio Latinoamérica la más dramática prueba en 1982, cedió el entu­siasmo Keynesiano y los impuestos que iban en loca carrera tras el afán del gasto, hubieron de aquietarse en algo. Pero vino en su defensa un curioso aliado, que se infiltró por las mal cerradas trincheras de la sociedad, y fue el famoso financiamiento del déficit fiscal. . . .
Los Estados, agotada su capacidad confiscatoria por la vía franca del tributo, descubrieron que podían endeudarse. Y a ese descubrimiento siguió otro mucho más fecundo, y era que po­dían endeudarse con unos bancos alcahuetes o cobardes, o que podían obligarlos a que por su intermedio la comunidad econó­mica les diera crédito casi indefinido. Así financiados, que era como armados para asaltar en despoblado, se lanzaron a gastar mucho más y luego a endeudarse mucho más, para seguir gastando y para pagar la cuenta de la fiesta, con intereses caros y recurriendo al cobro de nuevos impuestos.

Los colombianos estamos pagando por año más de mil millo­nes de dólares por intereses de la deuda externa y mucho más por el endeudamiento interno. En medio de esta crisis, nos quitamos el pan de la boca para pagar las calaveradas de los últimos gobiernos y desde luego nuestra propia mansedumbre. Porque alguien protesta contra el IVA, contra el predial o el impuesto de industria y comercio. Pero no hemos visto la primera manifesta­ción contra los TES, ni contra un empréstito externo. Y es que el financiamiento es peor que el impuesto, por lo matrero, por lo sibilino, por lo alevoso. Cuando el Estado aprieta los graváme­nes, corre el riesgo de una protesta. Cuando aumenta la financia­ción, nadie lo nota. Claro que inmediatamente. Porque a la vuelta de la esquina, a la hora de pagar, el pueblo esquilmado, los inversionistas en fuga, los productores reventados descubren, demasiado tarde, que algunos años atrás los políticos insensatos o ladrones les amargaron el presente y les robaron el futuro.


Las amarguras de estos días y la perplejidad que ensombrece el horizonte, habrán servido para comprobar el principio que ve­nimos sosteniendo como básico para una economía sana, cual es el de la moderación en el gasto público y la austeridad y el equi­librio fiscales. Para que no se vaya la mano en los tonos oscu­ros del cuadro y antes de que nos llamen anarquistas, diga­mos que el Estado, o la organi­zación política de la sociedad, no sólo son indis­pensables sino grandemente benéficos para la especie humana. El hombre librado a su suerte, cuando no sabe a qué atenerse frente a los demás, es un pobre salvaje dedicado por entero, con toda su energía y en todas sus horas, a la tarea de sobrevivir. La civilización comienza cuando nace el Estado, es cierto, pero hay épocas en las que triunfa la ilusión sobre la inteligencia, y a fuerza de querer lo mejor nos apuntamos al despotismo, sin saber a qué horas lo engendramos ni cómo derrotarlo. Es el caso de estos tiempos. De puro entusiasmo por armar un Estado benévolo, justi­ciero, amigo de los pobres, carta de progreso, pregonero de la igualdad y garante de la felicidad pública y privada, nos hemos puesto sobre la espalda el elefante que nos aplasta.

Cuando se rompen los diques del gasto público, la economía cruje bajo el peso de la carga y aplasta a los infelices incautos que permitieron tamaño disparate. Y en estos tiempos, esa catástrofe viene fatalmente acompañada del desorden en un frente vital de la organización social. Nos referimos a la moneda, que sin ella no hay sociedad moderna, pero que cuando falla en lo que debe ser, es peor y más cruel que un terremoto, más abrasadora que un incendio, más ladrona que todos los salteado­res de caminos que en el mundo han sido.

Ya la moneda no tiene precio intrínseco pro­pio, como las viejas morrocotas, ni representa un bien específico por el que pueda canjearse, como en el superado sistema del patrón oro. ¿Por qué "vale" ese billete de cinco mil pesos que lleva usted en el bolsillo ? Como papel, no vale un céntimo. Nadie le ha prometido cambiárselo por cosa que de por sí represente valor confiable. Entonces, ¿por qué vale? Casi por un milagro. Porque los colom­bianos, para poner el ejemplo nuestro, estamos de acuerdo en que valga y en que valga lo que dice que vale en su colorida superficie. Y ese acto de fe, acaso el único que se repite cada día y cada instante en un pueblo que la ha perdido casi en todo, es la condición de nuestra econo­mía y de toda la vida en común. Si llegara una mañana en la que amaneciéramos desconfian­do del poder de ese papelillo, y ya no lo quisie­ra el que produce la comida y no lo aceptara el de la tienda y lo rechazara el chofer del bus, estaríamos perdidos.

Pues a semejante zozobra se suma una peor. Y es que esos curiosos papeles, a cuyo convenido valor nos jugamos la vida, no valdrán sino en la medida en que el Estado, ese ser tan problemá­tico y complejo, lo maneje lealmente. Cuando abusa de nuestra ingenuidad, y saca a la calle más del que se necesita, nos arruina a todos en un santiamén. Y cuando abusivamente lo se­cuestra, llevándoselo en cantidad excesiva para sus propias arcas, también nos arruina.
Bien vistas las cosas, vivimos depuro creerle a la moneda. Y le creemos a la moneda, exclusi­vamente, porque le creemos a los que manejan el Estado, es decir a los políticos.


La historia demuestra que no hay nada menos digno de crédito que un billete de Banco Central. En otro tiempo, y todavía en muchas partes de este sufrido mundo, bastaba que mandamás de turno ordenara imprimir una nueva edición de esos papeluchos para que no quedaran valiendo nada. Esa fue la triste experiencia de los “assignats” de la Revolución Francesa repetida hasta la fatiga en todas las emisiones inorgánicas –que así se llama la figura- que en el mundo fueron hasta nuestros días.

Nadie ha hecho la cuenta de cuánto le robó el Estado moderno a los incautos ciudadanos por ese método infalible de sacar a la calle más moneda para cubrir sus gastos. Un día el sistema hizo crisis. La gente aprendió que la mayor cantidad de moneda era su ruina y se organizó para impedir el latrocinio. Y lo consiguió a través de leyes o de constituciones que prohibieron al poder político saquear de ese modo a los contribuyentes. Pero hecha la ley, hecha la trampa, como reza el viejo refrán. Y el ladrón volvió a las andadas, sin necesidad ­ de fabricar billetes. Aho­ra descubrió la "financiáción" del déficit.

En lugar de endeudarse con Banco Central o en lugar de poner a trabajar la maquinita de los billetes, el Estado pidió prestado para lo que faltaba sus excentricidades o para eje­cutar la justicia social, entendi­da a su manera. Y obtuvo a raudales créditos de los bancos internacionales, felices de encontrar prestatarios tan robus­tos, tan dispuestos a volver siempre por más y que teórica­mente no quebraban nunca. Pero sí quebraron, como en 1982 pudo comprobarse, y como ahora Rusia y Venezuela lo ratifican para mundial escándalo, y los banqueros se vol­vieron más remisos. Pero los - Estados no menos ambiciosos.

Así que se volcaron sobre el mercado interno y en muchos casos de buen grado, ¡quién lo creyera!, los bancos volvieron a caer en el garlito. En otros acudió el Leviathan como con las tales inversiones forzosas, y finalmente al artifi­cio, lanzando al mercado pa­peles de muy buena catadura como los famosos TES, que nos debieran enseñar a odiar des­de la escuela, al tiempo que nos inculcaran, y en ]a misma in­tensidad, el amor al prójimo.

Así financiado, el Estado es más peligroso que con la impre­sora de billetes. El crédito públi­co anestesia la conciencia ciu­dadana, que no sabe a qué horas tiene el porvenir hipotecado, á qué horas se le fueron a las nu­bes las tasas de interés, sofisti­cada y tramposa manera de co­brar más impuestos, y a qué horas, el súper ladrón acostum­brado a gastar más de lo que tenía, le organiza de contera un nuevo paquete tributario para sanear sus finanzas, vale decir, para incurrir en la sinceridad de cambiar los falaces créditos por auténticos impuestos.

No se enoje, con el Minhacienda, que ninguna culpa tiene por cobrar más IVA, admitir que la moneda colombiana vale menos frente al dólar y por las otras medicinas amargas que a diario nos receta.
Enójese con usted mismo, que en mu­chos años. no supo o no quiso darse cuenta de que la social democracia criolla lo estaba lle­vando a la bancarrota. Es la hora de decirnos la verdad, después de haber tolerado tan­tas mentiras. En el gasto públi­co y en el manejo del crédito, la moneda y los cambios están la clave de la prosperidad o de la ruina.


Cuando el Es­tado Providen­cia, gastador apasionado e interventor im­penitente, que­dara sorpren­dido empobreciendo al pue­blo con la má­quina de fabri­car billetes, hizo lo mismo financiando su déficit, y con tal marrolla que muchos aún no lo descubren. Pero en la tarea de falsificar la verdad y mantener el andamiaje de su vasto e inefi­ciente poderío, encontró otro re­curso de grande utilidad. La mo­neda no sólo vale al interior del país. Porque siendo el único me­dio para el comercio, vale igual­mente en la relación del país con todos los demás con que comer­cia. Y aquí, en el tráfico interna­cional, fue donde surgió de nue­vo la impostura.

Si consideramos una econo­mía abierta o libre, entenderemos que la moneda extranjera tendrá un precio, que llamamos tipo de cambio, determinado por las fuer­zas de la oferta y la demanda. El que vende algo afuera, recibe mo­neda que querrá negociarla con el que la necesita para comprar algo de afuera. Si esa moneda foránea es muy apetecida, la presión de la demanda elevará su cotización. Si por el contrario abunda en dema­sía, bajará su precio, hasta encon­trar el punto de equilibrio. Pero cuando hay un solo comprador de divisas y ese comprador es el único que las vende, no hay mer­cado para ellas y no habiéndolo tampoco tienen precio. Así que un dólar costará lo que decrete el Gobierno, y con el dólar las cosas que con él se compran. El Gobier­no es el amo.

A través de este sistema, los Estados socializantes hicieron su demagogia, pusieron impuestos invisibles y sumaron sobre los ciudadanos, especialmente so­bre los pobres, cargas adiciona­les a su desventura. Cuando, por ejemplo, pagó el Gobierno co­lombiano a precios de miseria el dólar cafetero, trasladó la rique­za del país de manos de quien la produjo a las manos de quienes se beneficiaron recibiéndola en licencias de importación. Así se dispuso el seudo desarrollo na­cional: los industriales tuvieron acceso a dólares baratos, porque más baratos se los pagó el Go­bierno a los campesinos cafeteros que los habían producido. Pero ese industrial que equipó su fábrica con ese artificio, encontró a su turno en proble­mas. Porque gracias a un dólar barato, sería más económico traer de fuera sus productos que adquirirlos en su empresa. Así que tuvo que pedirle socorro al Gobierno, que no encontró más camino que el de mantenerse en su falacia y con aranceles, o sim­plemente con prohibiciones ab­solutas, prohibió que entraran al país, más baratos y segura­mente de mejor calidad, los pro­ductos que del exterior ofrecen. La diferencia de precio, la dife­rencia de calidad, el atraso tec­nológico y educativo que supo­ne el cierre de las fronteras, lo paga el pueblo, aparente benefi­ciario de los favores del Estado.

Parece mentira que una lec­ción tan sencilla aún no quede aprendida. Cuando hemos des­cubierto desvalorizado el dólar, y que si se lo deja en libertad aumentará su precio hasta un punto de equilibrio, en lugar de enfrentar la verdad, estamos pi­diendo más de lo mismo: aran­celes, cierre de importaciones y subsidios. Cuando el Gobierno tiene la debilidad de oír a las sirenas, se acerca a los arrecifes de donde sale su canto y como en la vieja leyenda griega perece destrozado en el oleaje de sus ilusiones y de sus torpezas.


No escapará al lector, que la contradicción esencial entre la social democra­cia y el liberalismo económico gira en todo al papel del Esta­do, a su tamaño y al alcance de su gestión regu­la dora e inter­ventora. Hace mucho se descu­brió que un gran aparato burocrático aplasta la sociedad sobre la cual se echa, y de ese descu­brimiento nacieron todas las des­confianzas sobre las promesas políticas que desembocan en darle más comida a la fiera. Para sostener el Leviathan estatal su­ben los impuestos, se envilece la moneda, multiplícanse las tasas de interés y con cierta frecuen­cia pasa la cuenta convertida en una devaluación que de la ma­ñana a la tarde se lleva un gran pedazo de la riqueza fatigosamente acumulada por todos.

De lo que se ocupa la econo­mía como ciencia, y de lo que ha de ocuparse como praxis políti­ca, es de producir la mayor can­tidad de bienes y servicios para la especie humana. Así que al tratar el tema no pude soslayar­se la primera y fundamental de las cuestiones, que es la productividad, la capacidad de crear todo aquello que permite satis­facer necesidades humanas: ali­mentos, vivienda, vestidos, comunicaciones, transporte, re­creo, cultura, salud, ambiente. Con frecuencia se distrae el dis­curso de cuestión tan primera y decisiva. Y ella es que el hombre ha de vivir y que para vivir de­manda cada día más y mejores medios y aspira a disponer de más y mejores bienes.. Nos llena­ríamos de asombro si repasára­mos cómo era el medio humano hace apenas un par de siglos y cómo la faena vital para la in­mensa mayoría de la población y aun para los más ricos. Los espléndidos palacios no ocultan la escasez absoluta de cosas que hoy por normales se reputan como derechos universales. Los potentados de entonces hubie­ran pagado cualquier cosa por lo que en materia de salud, de transporte, de recreaciones, de conocimientos, tiene a la mano un obrero medio de los Estados Unidos o de Europa.

Pero esta hazaña de la especie, no ha sido posible sino por la generación pasmosa de riqueza que viene de la Revolución In­dustrial a nuestros días. Y el cre­cimiento inusitado de la pobla­ción, que había enloquecido a Malthus, y el crecimiento de las aspiraciones de cada persona, no permite que pare un instante la gigantesca máquina de la produc­tividad y la eficiencia. Así que no hay idea económica válida si no es capaz de acreditar sus títulos como medio apropiado para pro­ducir más y mejor. No se conoce, ni se conocerá nunca, que un sis­tema económicamente centraliza­do haya sido bueno para produ­cir mucho. Y las democracias so­ciales no enriquecieron a nadie.
Lo más favorable que se dirá en su beneficio es que no alcanzaron a dilapidar la fortuna que muy de otra manera se forjara.

Si la producción, la tecnolo­gía, la eficiencia son materias básicas para tratar en todo tiem­po y circunstancia, a ellas corre unida una mucho más decisiva y emocionante. Nos referimos al puesto que en un engranaje eco­nómico y en un sistema político ha de concederse al hombre y a la capacidad creadora de su li­bertad. Queda planteada la pre­gunta y abierta la discusión: ¿en qué se funda la economía, en un Estado que la dirija, o en la azo­rante, peligrosa y maravillosa libertad del individuo humano?


El neoliberalismo está muy lejos de jugar en la historia el mediocre partido de antítesis de la social democracia. Es bien cierto que enfrenta con decisión y crudeza el espíritu estatizante, tenaz frabricante de miseria, a decir de algunos; es verdad que maldice los viejos embustes keynesianos que sostienen redentor para la economía el gasto público y salvador para la justicia el incremento galopante de los tributos; es indudable que censura sin fatiga los trucos monetarios que el Estado hace en su provecho, en perjuicio de quien trabaja y en irreparable daño del que no trabaja por culpa de esos trucos; y es claro que el neoliberalismo detesta los intervensionismos estatales, que como el legendario Don Juan sólo deja recuerdos tristes en los palacios donde sube y en las cabañas donde baja. Pero el neoliberalismo es muchos más que todas aquellas negociaciones. Es la afirmación de una fe, la definición de unos principios, la cruzada por defender unos valores que juzga esenciales para cimentar el edificio de una cualquiera sociedad humana.

Así que la malquerencia del neoliberalismo con el Estado planificador, interventor y dirigista, no se explica por el justo fastidio que le produce, sino por lo que sacrifica para oficiar en sus altares. El Estado paternalista y todopoderoso de los socialistas, niega lo más preciado del universo, que es la libertad humana, la capacidad y el deber de cada individuo para forjar su destino y el resultado espléndido que para la persona y para el grupo produce el libre esfuerzo de cada uno, dentro de un amplio marco de obligaciones y derechos. de estas leccioncillas penetrar en el incremento galopante de los tri- El hombre es la más grande cosa que existe, porque es la única enfrentada al maravilloso milagro de fabricar su propia existencia de responder por ella. Mientras la piedra y el tigre son de una vez lo que son y para siempre, la vida de cada ser humano es perpetua creación, afán ineludible por hacerla más alta, más hermosa y fecunda. Somos apenas un proyecto que y convertimos en obra por las decisiones libres que tomamos en cada instante de nuestro curso vital.

Los filósofos del pesimismo y la cobardía, algunos del todo des interesados y otros, como los vendedores de estatismo, de sobra interesados, viven el empeño de negar la libertad, atribuyendo la conducta humana al resultado de sus condicionantes externos. Somos, para ellos el fatal producto de un medio que nos limita y de un ambiente social que nos determina. Nuestro campo real de acción es casi ninguno, o enteramente ninguno, y nuestra libertad es pluma librada a los vientos inexorables de un destino superior. Si acaso podemos ser algo, es como partes del todo salvador que es el Estado, refugio, consuelo, guía y esperanza para nuestra miseria.

No forma parte de la intención de este discurso penetrar en este tema, tan viejo como el pensamiento, sino proponer su desenlace en materia económica, que es de lo que si se trata. La social democracia agiganta al Estado porque no cree en el hombre y el neoliberalismo desconfía del Estado, porque manipula, atosiga y aprisiona la libertad de cada persona para producir, intercambiar y atesorar. Esta disparidad radical e insalvable de puntos de vista se expresa en la arena económica en los dos postulados básicos del credo neoliberal: la propiedad privada y el mercado.


Lo mismo que la democracia política, el libe­ralismo econó­mico descansa en la fe que merece la liber­tad de la perso­na humana. Todos los dés­potas partieron del parecer contrario. La supuesta debi­lidad del individuo llevó a estos buenos samaritanos a diseñar el Estado bondadoso que se ocupa­ra de los oprimidos monopoli­zando la fuerza y la propiedad de los bienes de capital. El hombre lobo para el hombre de Hobbes, la "imbecillitas" natural del hom­bre, de Thomasio, o el buen salva­je de Rousseau, corrompido por la sociedad y salvado luego por el poder omnímodo de la mayoría, son matices de una misma can­ción y expresiones de idéntico designio: encarecer la ineptitud del hombre, declararlo en conve­niente e irremisible interdicción y salvarlo luego, a través del Le­viathan, del déspota ilustrado, o del Estado Dios sobre la tierra.

La lucha de la filosofía clásica, la de Aristóteles y Santo Tomás que llega vigente a nuestros días con los cambios y retoques que los siglos aconsejan, ha sido en este punto sin cuartel. El hombre es libre y responsable de sus ac­tos, forjador de su vida, árbitro de su destino. Pobre criatura lle­na de dolores( náufrago en ese mundo impremeditado que des­cribiera Ortega y Gasset, es a pesar de todo, aún en el colmo de su infelicidad aparente, la más grande cosa que habita el universo. y esa particular majestad le viene por libre, maravillosa herencia de la divinidad creado­ra, reflejo de la luz indeficiente a , cuya morada un día volverá.

Pues es por libre que el hom­bre elige la manera para enfren­tar el entorno y someterlo a su servicio. Así que por libre trabaja como sin hacerle daño a otros le parezca que debe trabajar. Y con el fruto de su sudor atiende las necesidades de su presente y se anticipa al porvenir. El hombre es la única criatura que se esfuer­za hoy para economizar los es­fuerzos de mañana, y que ahorra tiempo y energías para dedicar­los a faenas más altas que las de su simple pervivencia.

La propiedad es el más esplén­dido de los derechos, porque re­úne la dignidad del ahorro y la del trabajo, victorias del hombre sobre si mismo y sobre el medio en que vive. El que es propieta­rio, por lo menos de lo esencial, es capaz de afrontar los azares del mañana y de experimentar la inefable sensación de la libertad. Por eso, los tiranos empezaron su faena por el despojo material, que lo demás vendría por añadi­dura, Los esclavos, los métecos, los siervos de la gleba, las vícti­mas del mundo comunista han sido cuidadosamente confisca_ dos, antes de ser bárbaramente ultrajados. El hombre que tiene algo, así sea un trabajo que siente pertenecerle, es mal candidato para bajar la cerviz y doblarse de rodillas ante el amo.

No le escapará, el porqué se odia tanto la propie­dad desde los flancos socialistas y en general totalitarios. Y no se le escapará que el liberalismo económico, o si quiere llamarlo me­jor el conservatismo moderno, funda los cimientos de su edificio político en la propiedad privada. y por, supuesto, va de suyo, en una propiedad tan extendida como posible, con clara vocación universal y en el más sano senti­do, popular. Margareth Thatcher reunió toda su ambición política pregonando que quería hacer de cada inglés un propietario. Que monta tanto como hacer de cada individuo humano un ser libre, de cada hombre y de cada mujer una persona y de cada persona un ciudadano.


La propiedad puede examinarse como un derecho, y se la encon­trará justificada, sin necesidad de ley que la consagre, en la opinión de los más grandes pensadores que en el mundo han sido; o pue­de estudiarse a la luz de las nor­mas que hace mucho más de 20 siglos la describen y regulan; o también puede mirársela como tema de investigación sicológica y se verá cuánto significa para el hombre, desde que tiene concien­cia de serlo, la convicción de que algunas c9sas le pertenecen; ú a la luz de la ética, para concluir que es el resultado legítimo del trabajo y del ahorro, dos valores esenciales que se bastan para consa­grarla como la columna dorsal de cualquier socie­dad civilizada.

Pero como aquí hablamos de economía, será el turno de verificar que la propiedad es el estímulo insustituible para el esfuerzo individual y la con­dición sine qua non del bienestar colectivo. Por la propiedad, cada uno compromete su energía más allá de los límites de la supervivencia. Por la pro­piedad se aguzan los ingenios y perseveran las voluntades. Por la propiedad piensa el joven en su vejez y los padres en el porvenir de los hijos. Por la propiedad se unen los individuos y suman inteli­gencia, medios y decisión para crear en sociedad grandes centros de producción o de servicios. Por la propiedad encontramos disponibles los grandes inventos, la más alta tecnología, los bienes más útiles para la vida y para el progreso. Por la propie­dad, en fin, ha sido posible, con todos sus avatares, con contradicciones e injusticias, la vida civilizada del hombre sobre la tierra.

Con lo dicho queda claro que rechazamos todas las especies de colectivismo forzoso como medio apto para fundar una vida plena y una cultura alta. Los románticos del socialismo insisten en dibujar edades felices que lo fueron porque los bienes eran de todos por igual. Esos "buenos salvajes" no han dejado constancia de su paso real por la historia y ese sistema, si fuera tan preciado, no hubiera caído en el olvido y el desprecio. Las sociedades colectivistas fueron poco ambiciosas y no sobrevivieron al empuje de las que se basaban en cierta expresión de natural egoísmo. Y todos los intentos, todos sin excepción, que se hicieron para organizar un pueblo sin propiedad, no sólo cayeron por inep­tos, sino que nos aterran por despóticos. La propiedad es tan connatural al individuo de la especie humana, que donde quiera que se ha intentado suplantarla por la división igualitaria de las cosas, ha sido al precio del individuo y finalmente del grupo.

Para traer las cosas a nuestro estadio, no se encontrará una sola nación contemporánea, en ninguna latitud, donde no vayan de la mano la prosperidad económica y el respeto a la propiedad privada. Las sociales democracias europeas tuvie­ron que plegarse a la "desnacionalización" de las grandes empresas que fueron expropiadas o fun­dadas por el Estado. Y China, la madre del socialis­mo más radical, y Cuba, el último refugio del socialismo occidental, desesperan por abrirle cam­po al capital extranjero, que vale tanto como acep­tar la propiedad en grande escala.

Mala noticia para los social demócratas criollos, que viven en un mundo caduco hace decenios. Y ella consiste en que es un hecho histórico incuestio­nable, que el desarrollo económico, la lucha contra la pobreza y la distribución equitativa de los bienes, sólo se dan en los pueblos que respetan y protegen la propiedad privada como cimiento de la estructu­ra económica y del orden jurídico en vigencia.

Si la propie­dad es dere­cho natural fundamental, que se expli­ca por incli­naciones y as­piraciones ancladas desde el principio ­de los tiempos en el corazón hu­mano, nada significa sino en la medida en que los bienes sobre los que recae son mate­ria de libre disposición. El hombre es la criatura más dependiente de la industria de sus congéneres. Las espe­cies animales producen indi­viduos que se bastan a sí mis­mos, o que apenas requieren del grupo para mejorar sus mecanismos de. defensa o complementar su capacidad de caza o de albergue. De nuestra parte somos pobreci­tas criaturas. que recibimos casi todo de los demás. Pero esa dependencia no aniquila la libertad, sino que la confir­ma, en cuanto la usamos para crear, con la libertad de los otros, un mundo donde todas las libertades son posibles. Maravillosas contradicciones y complementaciones que hacen del hombre el ser único y singular en que consiste. Así que no produciendo cuan­to necesitamos, hemos de de­dicarnos a aquello en lo que somos más aptos, una suerte de especialización ineludible que define nuestra vida y nos coloca en el mundo ante los demás. Producimos algo que a otros falta, para conseguir a cambio lo mucho que nos res­ta para hacernos posible la. vida. El intercambio, esa for­ma de comunicación que solo conoce nuestra especie, es la clave de su manera de ser, la . condición de su subsistencia,
el único camino hacia su as­censión y perfeccionamiento. El "homp faber" es una pési­ma definición, por incomple­ta. El hombre que hace, cual­quier cosa que sea, es el mis­mo que encuentra una mane­ra de vender lo que hace para conseguir lo que le falta. Para decido de una vez, sólo se relacionan entre sí hombres libres dueños de algo que co­mercian. Por donde se enten­derá que la propiedad es con­dición del mercado y que no hay mercado sino donde hay propietarios. .

Sabemos muy bien cuánto molesta a ciertos ideólogos que se hable del mercado. Y también sabemos hasta dón­de exageran otros ideólogos las virtudes del mercado. Esos antagonismos son tan insolu­bles, como perniciosas las ideologías que los fundan. Porque los mercados no exis­ten porque alguien decida que existan, ni son una entelequia que flote en imaginaciones fértiles: Son al contrario tan naturales, espontáneos y ne­cesarios como la libertad, como el trabajo, como el aho­rro, como la propiedad. Exis­ten desde que muchos buscan y muchos ofrecen. Son el pun­to de contacto de un grupo, primero, de una ciudad, más tarde, de todo un pueblo o de todo el mundo, para encon­trar oportunidades y satisfa­cer necesidades.

Así se explica que los mer­cados fueran el centro de la vida comunitaria. Era a su al­rededor que se fundaban amistades, que se exhibían talentos de músicos y artis­tas, que se movía la moneda, donde los jueces dictaban sen­tencias y los políticos ensaya­ban sus primeros discursos. Desde entonces y hasta hace poco, el mercado era apenas un punto geográfico donde los hombres se encontraban para cambiar lo que tenían y hoy, cuando los espacios que­daron abolidos por la tecno­logía, un punto virtual al que concurrimos para subsistir, para aliviar nuestras penurias y darle camino a la esperanza de vivir mejor.


El mercado es el punto de encuen­tro de las liberta­des individuales y la más cabal de sus expresiones. A su inapelable tribu­nal hemos de con­currir todos, para que se determine cuánto se apetece lo que somos ca­paces de produ­cir nuestro trabajo en servicios o nuestro trabajo convertido en bienes útiles para los demás. La sociedad humana puede explicarse por la bús­queda común de altísimos fines. Pero su causa eficiente, aquello que la im­pulsa a ser como es, resulta de un hecho de tan pocas pretensiones filo­sóficas o espirituales como el merca­do mismo.

La cantidad de las cosas que una comunidad produce, viene deter­minada por el mercado. Cuando escasas, crece la presión sobre ellas y la voluntad de muchos para pa­garlas bien. Cuando excesivas, el desdén de los compradores disua­de a los productores, también a tra­vés del infalible argumento del pre­cio. Superado el estado primitivo del trueque, los hombres acorda­ron. en decisión unánime, crear un medio que represente el valor de todas las cosas que se transan. Ese medio, la moneda, cuando estable y segura alienta los mercados y cuan­do errática y falsaria los deprime. Entre el mercado y la moneda hay una correlación indefectible, de modo que a sociedad próspera, vale decir, con mucho mercado, moneda sana y a sociedad pobretona y convulsa, moneda volátil e indigna de fe.
El precio es la suprema señal que la sociedad humana emite desde sus orillas a los mercaderes, que lo so­mos todos, como faro que guía los buques desde el acantilado azaro­so. Es la manera de pedir más de lo que necesita y menos de lo que le sobra. Así estimula a nuevos pro­ductores de bienes escasos y casti­ga a los que traen demasiado de lo que sobra. Este fenómeno tan ele­mental, es el que describen los eco­nomistas con el pomposo nombre de sistemas de asignación de recur­sos: la energía productiva del con­junto se va, por mandato del mer­cado, en la dirección que el merca­do, a través de su tajante lenguaje de los precios, dispone. El mercado no sólo impera sobre las cantida­des de las cosas. Sino que el proce­so seleccionador de los que com­pran premia el ingenio y la tenaci­dad de los que ofrecen lo mismo, pero más duradero, o más deleita­ble o simplemente de mejor apa­riencia. Aquí surge el enorme pro­montorio económico de la calidad, donde el juez de siempre, el com­prador, dicta otra vez su sentencia irrevocable.

Para producir más a menor costo y obtener por lo mismo más alta ganancia con el mismo precio, y para producir cosas mejores y más apetecibles, el hombre medita, se esfuerza, prueba, investiga, se aso­cia, yerra y acierta. Es el camino de la técnica, que no es cosa dis­tinta que un medio para ahorrar.
esfuerzos y para satisfacer apeti­tos y necesidades. Ese instrumen­to, que explica nada menos que el progreso del hombre por el mun­do, y también y desde luego sus claudicaciones y fracasos, existe porque los precios lo mandan desde su invencible atalaya del mercado. Un mercado quieto, es decir, esclavo, como el mercado socialista, donde nadie tiene inte­rés en producir más, mejor o dis­tinto, detiene la creatividad y mata la técnica: En 70 años de imperio comunista, fuera de armas y saté­lites, no produjo ese medio mun­do nada que tenga que agradecer­le la otra mitad: ni un vehículo, ni 'una cámara fotográfica, ni una tela grata al tacto femenino, ni un utensilio de cocina, ni un ascen­sor, ni un equipo de construcción o de hotelería o de salud. El mer­cado libre, practicado entre hom­bres libres, es la condición del desarrollo y también el soporte de la libertad. Y además! ya lo veremos, el único medio eficaz para el entendimiento pacífico y constructivo entre los hombres y los pueblos.


Ya hemos dicho que el mercado es el punto de encuentro de la libertad huma­na, el lazo que une las volunta­des, la espuela que apremia la calidad del inge­nio individual, que explica la fuerza asociati­va y que juega, en fin, el papel decisivo en la formación de lo que llamamos la cultura.

Pero este análisis del mercado do­méstico o tribal, se vuelve tan in­suficiente como el objeto al que apunta. Porque los grupos socia­les, por la uniformidad del clima, la homogeneidad de .la tierra y la vecindad de habilidades y condi­ciones que nacen del parentesco consanguíneo y espiritual, suelen especializarse en su manera de entender la vida y en su inclina­ción y capacidad de producir. Los unos son de pastores y aquéllos de pescadores o mineros; aquéstos se adiestran en la agricultura, los de más allá en la forja de los metales o en el manejo de la lana o en la fabricación de telas para el abrigo o el boato; hay ciudades o regiones que sobresalen en la pasión por las especias o en el ingenio con que
diseñan buques o en el amor con que crían veloces caballos o hatos espléndidos. Pues es esa diversi­dad entre naciones, réplica de la diversa condición de los sujetos que la forman, la que explica su comercio y de paso, nada menos, la historia universal.

Los pueblos que son hábiles para ciertas cosas, y poco o nada para otras, no tienen más que una elec­ción entre dos caminos: hacer muchas cosas mal hechas o ven­der bien lo que les sobra para com­prar lo que les falta. Y la lógica implacable del mercado decide por lo segundo. Es el comienzo de las grandes caravanas transeúntes, de las legiones de comerciantes am­biciosos y audaces, de los cosmo­politas centros de intermediación y acopio. Y para que todo eso sea posible, aquí vienen: los que cons­truyen los caminos interminables, los inventores de las máquinas que los surcan, los que comunican el planeta en fracciones de segundo. El transporte es hijo del comercio, pero no le basta. Porque no se mueven las cosas ni los hombres sin el combustible de los capitales, que son nómadas por antonoma­sia. Así queda planteada la necesi­dad de la banca, que irrumpe en la escena tan pronto se la reclama. Y los banqueros son responsables de la acumulación de capital, antesa­la de las grandes obras, los gran­des proyectos, los grandes sueños. Finalmente, toda esa mareada re­volucionaria lleva implícita la con­dición que marca el éxito o el fra­caso de sus actores o partícipes. Y es que cada una de esas oportuni­dades, desde la producción a la intermediación final, pasando por sus infinitos estadios intermedios, queda reservada al que mejor pue­da utilizarla. Es el ancho campo de la técnica, este colosal esfuerzo del hombre que no tiene otro sentido que el de ahorrarle esfuerzos futu­ros y permitirle la persistencia so­bre este duro planeta que le tocó en suerte.

Los que odian el mercado no lo­grarán ser consecuentes sino cuando pregonen el regreso a la vieja época de la autarquía fami­liar, a la que bastaba la piel de alguna bestia para cubrirse, la carne de otra con el complemen­to de un puñado de vegetales silvestres para nutrirse y una cueva donde guarecerse. Porque con todos. sus defectos, limita­ciones y vicios, es el mercado, y no la regulación política, lo que ha permitido la ascensión huma­na a lo largo de los siglos.


El libre mercado es el peor, el más injusto, despiadado e inefi ciente sistema de producción y . distribución de bienes... salvo todos los demás conocidos.

Cuando hacíamos su apología, recordando que cuanto vale la pena en el mundo de hoy se le debe casi por entero, cuántas he­ridas aún abiertas y cuántas crue­les cicatrices. debíamos olvidar para no perder la visión del con­junto. En el mercado campea el egoísmo más feroz. A la hora de competir, priman las pasiones más ruines y se exacerban los peores instintos de la especie. Con cuánta frecuencia se aceptan medios detestables si son buenos para enriquecer y la más estúpida avaricia se ensalza como espíritu de ahorro y ánimo de inversión. La historia es una inter­minable procesión del Shylock shakespeariano y del Torquemada de Pérez Galdós. Tienen razón ¡cuántas veces! los que esculpieron y repiten la vieja sentencia de que "para saber cómo desprecia Dios a los ricos, basta ver a quienes les da la plata", réplica profana del camello que pasa por el ojo de la aguja más cómodamente que el rico por la puer­ta del cielo, y de seguro también tienen razón los que braman de indignación y de ira como el Men­digo Ingrato de León Bloy. En la lucha del mercado ganan los malos con exasperante frecuencia; se impone la trampa sobre la virtud; aventaja la suer­te al mérito; el poderoso insolente destroza a los débiles; la compasión, la piedad y la solidaridad escasean sobre un horizonte ceniciento de malda­des y artimañas.

El mercado ha sido causa de incontables desventu­ras. No sólo empresarios honrados, sino grupos y pueblos enteros cayeron fulminados por una técni­ca nueva, por una máquina que debió ingeniarse el diablo, por un medio de transporte que los dejó a la vera del camino, sin trabajo ni esperanzas. Pro­fesiones seculares, las borró un vientecillo innova­dor. Clientelas infaltables, se mudaron en un solo día tras la novedad, el precio o cualquier halago estúpido. Proyectos serios, sueños espléndidos, volaron en pedazos sin aviso y sin causa. Porque el mercado es el mundo azorante del sobresalto per­manente, de la atención sin pausa, de la vigilia como sistema.

Así se entienden las rebeldías recurrentes y las utopías infatigables. Domesticar la fiera, someter el ritmo de las cosas a un cierto equilibrio bene­factor, impedir los errores de los incautos, cons­treñir a los audaces y devolver la paz sobre la tierra, dándole a cada uno según su necesidad y exigiendo de cada uno según su capacidad, son designios encantadores y probablemente irresis­tibles. ¡Cuántos jóvenes idealistas han caído en la tela de araña de esos argumentos especiosos! ¡Cuántas expediciones truncas en busca del vello­cino de oro, de un mundo feliz, ordenado por una mano justa y una mente sabia! Las debilidades humanas sublevan y 105 vengadores estarán siem­pre al acecho, dispuestos a formar Leviathanes en cuyo interior supuestamente reinen la paz, el orden y la convivencia. Si para ello es necesario algo de mano dura, callar voces discordantes, aplacar libertades demasiado vivas y castigar a los traidores del ideal, todo sea por ese mundo fantástico y por ese "hombre nuevo" que ha cau­tivado tantas generaciones ingenuas e inspirado tanto melenudo para entonar canciones de pro­testa.


Cuando llegamos al término de esta reflexión sobre el tema ca­pital de nuestro tiempo, si edificar la sociedad desde la perspectiva de la libertad creadora o del auto­ritarismo disciplinante, se nos apa­rece una de las más bruscas para­dojas del hombre y de la sociedad contemporáneos. Y ella radica en que por una parte encontramos la incontrovertible lección histórica de que nada cuanto fue hecho en el mundo de la cultura vale sino a partir de la libertad que se expresa en los mercados, pero que no hay nada en el mundo más amenazado que la limpieza y por lo mismo la productividad de esos mercados.

Esta contradicción es la que hace vacilar a tantos y la que ha movido hacia el socialismo enormes grupos humanos y legiones de intelectuales y de gente bien intencionada. Pero no es necesario matar el mercado para salvarlo. No es preciso crear un Leviathan para rescatar al individuo. Y, sobre todo, no es inteligente sacrificar la libertad, con su indefinido poder de creación y de adaptación, para sustituida por el poder de un Estado necesariamente incompetente, retardatario, torpe en sus movimientos y por antono­masia fuente de corruptelas sin número y sin nom­bre. No, entusiastas adoradores del Estado filántro­po, planificador y dirigista. Alto en el camino de nuevos disparates, porque las equivocaciones políti­cas cuestan demasiado. Cuando la mitad del género humano apenas sale a la luz después de más de 70 años de barbarie socialista, ya no es solamente erró­neo, sino manifiestamente perverso proponer de nuevo la receta trágica.
.
Sí se puede. Construir un mercado sin violencia; dominar la mala fe; quebrar la cerviz de los monopolios; moler a palos los carteles; ponerle grilletes de acero a los actos desleales y a las prácticas restrictivas del comercio, no es una quimera. Es la tarea a la que se dedica el mundo rico y próspero, demasiado em­peñado en extender la libertad, estimular la compe­tencia, fomentar el ingenio y abrirle surcos a la semi­lla del trabajo productivo, para dedicarse a las idiote­ces en que por aquí andamos. Cuando aplicamos todo el esfuerzo y toda la pasión a determinar si elegimos congresistas independientes, liberales o conservadores y nos paralizamos de emoción frente al arduo problema de la financiación de la publicidad política, por allá se desvelan para doblegar los malos trusts e incitar al pueblo a que se prepare, luche, trabaje, se asocie y triunfe. Allá, quiere decir ese odioso mundo de la economía social de mercado donde el Producto Interno Bruto supera los doce o quince mil dólares anuales, donde la miseria es un accidente y donde los pobres asalariados tienen auto­móvil y casa propios, educación calificada para sus hijos y capital ahorrado suficiente para una vejez fecunda y digna.

El Estado tiene un papel extraordinario que cum­plir. Garantizar el orden y sostener el Derecho, en primer lugar. Un Derecho vivo, actual e histórico, que quiere decir oportuno y dinámico. Un Derecho que empiece por conseguir condiciones sustantivas iguales para todos, a partir de una educación univer­sal y de calidad. ¡Cómo nos preocupa el número de niños que entra a .una escuela! ¡Y cómo nos despreo­cupa la calidad de enseñanza que les dan a esos niños una vez sentados en el pupitre! Nos importa una higa que los llenen de resentimientos y prejuicios, de conocimientos mediocres y de actitudes estúpidas frente a la vida real que han de vivir.

El problema de lo que llaman neoliberalismo y social democracia no es, por ventura, cuestión de ideología. Es el pragmático problema de la rique­za y la pobreza, del bienestar y la miseria. Y en el punto seguimos al boxeador Pambelé, el genial filósofo de la simpleza. Así que digan cuanto digan, preferiremos para este pueblo que ama­mos y nos duele, en todo lugar y circunstancia, que sea rico y no pobre.

0 Comments:

Post a Comment

<< Home