NEOLIBERALISMO Y SOCIALDEMOCRACIA
EL NEOLIBERALISMO Y LA SOCIAL DEMOCRACIA
(POR FERNANDO LONDOÑO HOYOS)
Nunca fue fácil la supervivencia para la gran mayoría de los seres humanos. Desde que el hombre tiene memoria de sí mismo, su lucha fue dura, sus sufrimientos enormes y sus esperanzas vanas. Unos pocos mandaron, algunos cuantos disfrutaron los gajes del poder y la inmensa masa fue desprotegida, hambrienta e irredenta. Sin echar muy atrás el reloj de la historia, para no hacerla larga sobre los metecos en Grecia, plebeyos y esclavos en Roma y siervos en el medioevo, digamos que en Europa, el centro de la civilización occidental, la vida del común de los mortales fue horrorosa entre los siglos XVI a XIX. Si aplicáramos a aquella época los patrones más elementales de medida de necesidades insatisfechas hoy en uso, diríamos que la gran mayoría de los hombres y las mujeres que vivieron en aquellos siglos, muchos de oro" para ciertas naciones en tales épocas, se debatieron en los extremos de la miseria. Los campesinos y el populacho urbano de la Revolución Francesa, estaban en todo peor que los más pobres de nuestros desplazados y los más olvidados de nuestros marginados, El pueblo inglés, que era dueño del mundo, vivía en condiciones que produce espanto recordar. Cómo huele de mal mi pueblo, decía algún príncipe alemán. Y tenía razón: su pueblo apestaba. La Revolución Industrial del Siglo XIX transformó el mundo. La producción en serie que las máquinas, hijas de la ciencia nueva, permitiera y las comunicaciones que empequeñecieron el planeta, abrieron el horizonte a una nueva era. Nunca hubo tantos bienes, nunca se acumuló tanta riqueza, nunca se vio posible para muchos vivir mejor de lo que vivieron sus padres desde la aurora de los siglos.
Así que la gran lucha social que empezó hace siglo y medio no es hija de la pobreza, hermana de la resignación y el abandono, sino criatura de la riqueza, que excitó la imaginación, avivó los entendimientos y mostró posible una nueva cara de la justicia y una nueva dimensión de lo humano.
Por una de esas extrañas paradojas en que la historia es tan rica, las tensiones sociales no se mecieron en la cuna de la pobreza, sino de la mayor prosperidad que conocieron los siglos. Fue con el crecimiento sorprendente de la producción industrial; con el nacimiento de los ferrocarriles y los buques de vapor que hicieron pequeño el mundo; con la afluencia jamás vista de materias primas que absorbía una producción cada vez más ambiciosa; con el nacimiento de una nueva fuente de poder económico, que no fuera el privilegio de la nobleza o el privilegio de la tierra, como apareció la lucha formidable entre dos contendores que cubrirían el escenario histórico de los próximos siglos: el capital y el trabajo.
Salvo en la Politeia de Platón, o en la Utopía de Tomás Moro o en la Ciudad del Sol de Campanela, que es como decir en viejos sueños olvidados, nadie había propuesto en serio la eliminación del derecho de propiedad, de aquella "plena in re potestas" que desde el Derecho Romano campeaba indiscutida por todas las épocas y todas las edades. Ahora, cuando la acumulación de capital podía llegar a límites insospechados, la cuestión se plantearía para dividir a los hombres en punto que nunca discutieron en serio, marcarle nuevos rumbos a la historia y un desafío desconocido a la política.
La teoría económica vino anticipada en favor del derecho absoluto a disponer de los bienes y de la abstención como único deber del Estado frente a los avatares de la productividad y del trabajo. Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, Ricardo con su teoría de los precios y los fisiócratas Quesnay y Turgot le abrieron paso al individualismo económico y sentaron bases del "laissez faire, laissez passer". El liberalismo económico a ultranza descansaba en el optimismo libertario que incendiaba el mundo desde finales del Siglo XVIII y en una sabia desconfianza pulla habilidad y la oportunidad con que se mueve por el mundo ese pesado y errático paquidermo que es el Estado. Era preciso dejar las cosas al libre arbitrio de los hombres, que una eficaz mano invisible corregiría yerros y repararía injusticias.
Pero el entusiasmo no vino de la mano de la buena fortuna. La opulencia de muchos indignaba frente a la miseria de muchos más. Quebraron campesinos y artesanos, cerraron por miles pequeños negocios, ciudades enteras perdieron su trabajo. El realismo literario de la época, Dickens en Inglaterra, Flaubert y Balzac en Francia, Pérez Galdós en España, dejó constancia de tantas infinitas amarguras como las que traía el progreso. El pueblo se sublevó en 1848 y de las barricadas tumultuosas y desesperanzadas no sólo quedaron "Los Miserables" de Víctor Hugo. La reacción estaba por llegar y más temible que la de una barricada callejera. La propuesta socialista, con su encanto romántico, sus extravíos conceptuales, sus entusiasmos y sus rencores y sobre todo con sus monstruosas equivocaciones toca a las puertas de estos breves bosquejos de historia y política.
El entusiasmo de los economistas liberales ante la Revolución Industrial y ante la avalancha de bienes que trajo consigo, se extendió al campo social, seguros aquellos de que la prosperidad encontraría el camino adecuado para llegar a todos: "La persecución del beneficio individual está admirablemente relacionada con el bien universal de todos". La frase es de Ricardo, mas pareciera de Adam Smith en el clímax de su fe por la "mano invisible". Pero la mano invisible, sin duda eficaz en muchos frentes de la economía, fue torpe o lenta en materia social y política. Los Fabianos y Malthus, siguiendo de cerca al propio Ricardo, habían reconocido que la participación del salario en el reparto del producto total, sería el biológicamente indispensable para la supervivencia y la reproducción de los obreros. Y por supuesto que el mundo no iba a tolerar impasible esa monstruosidad. La miseria total de los que no encontraban trabajo en ese escenario fascinante pero cruel, y la cuasi miseria de los que ofrecían sus brazos por un mendrugo de pan, indujeron la revuelta. El trabajo impiadoso de las mujeres y los niños, las jornadas agotadoras de 16 o 18 horas por día, las condiciones insoportables de higiene y de moral en las minas y las fábricas abrieron paso a la revuelta. Así llegaron las grandes reformas políticas: la libertad universal, proclamada por Lincoln, en los Estados Unidos, rescatando la raza negra del oprobio esclavista; la participación universal en la política, obra del Disraeli en Inglaterra; y el Seguro Social universal, creado por Bismarck en Alemania, pusieron los cimientos del Estado Moderno.
Pero no era bastante. Algunos querían ir más aprisa y otros apuntaron sus flechas a blancos distintos. La superabundancia de la propiedad puso en el tapete la discusión sobre la legitimidad de ese derecho; y de la sustitución de los viejos privilegios heredados con la tierra o con los títulos por los nuevos privilegios nacidos de la industria y el comercio, surgió el debate sobre la existencia pura y simple de los privilegios y las desigualdades. La llamada cuestión social había nacido para cubrir las nuevas preocupaciones de la política universal.
Resulta apreciable el hecho de que el primer gran socialista no fue un resentido, ni un ambicioso
político, ni un pensador idealista. Robert Owen fue un empresario exitoso, que quiso convencer a todos los colegas de su tiempo de que el éxito industrial tenía que caminar de la mano con la justicia y el bienestar para los obreros que la hacían posible. En su tiempo fue la lucha de un quijote contra molinos de viento. Hoy, siglo y medio después, Owen es el heraldo de los grandes expositores capitalistas sobre la excelencia empresarial.
Otros no eran de ese origen ni tenían esa mira. Proudhon definió la propiedad como un robo y Fernando Lassalle, sin duda el más grande pensador socialista del siglo pasado, sentó las base para un colectivismo corporativo sobre los bienes de producción, , proyecto que después se vería de centro o si se quiere tibio ante la “social democracia" leninista. En un duelo por los ojos de una bella princesa bávara murió Lassalle y quedó franco el camino para Marx. Este judío de origen, mediocre filósofo, erudito pasmoso, misántropo nada admirable, cambió la vida de miles de millones de seres humanos. Su enredada tesis, herencia de las teorías económicas de Ricardo y los Fabianos; del materialismo de Feuerbach; de la dialéctica de Hegel y del optimismo liberal, se volvió una teología.
El marxismo fue muy curiosa religión, porque se montó a despecho de sus creadores Marx y Engels quisieron ser políticos triunfadores y murieron sin conocer una victoria; quisieron ser pensadores originales y su _eclecticismo pobretón no fue capaz con la crítica más simple ni pudo aplicarse a la realidad más dócil. Pero tuvieron éxito en liberar de los viejos odres en que dormían resentimientos v odios milenarios y no vivieron para ver convertida su política en religión, su sistema en teología, sus figuras en las de profetas o dioses.
Según Marx, los proletarios de os países industrializados, condenados a la miserable condición de la supervivencia biológica; crecidos en número sin cesar y crecido sin cesar su abandono r su desesperanza; despojados del valor de su trabajo que hinchaba las arcas de una burguesía avariciosa, terminarían por unirse y destruirían la sociedad opresora y los ídolos que justificaban esa opresión: la familia, la religión, la propiedad y finalmente, e1 Estado. Al cabo de ese proceso, liberado el mundo de esas superestructuras maléficas, vendría la paz sobre la tierra, el idilio de una sociedad feliz, sin clases, sin luchas, sin odios, sin necesidades. Marx es igual a Rousseau. Ambos creyeron en el buen salvaje. Solo que para el Ginebrino era el comienzo de la historia. Para el judío alemán, el hombre bueno por naturaleza y feliz por derecho de conquista vendría al final de la historia, después de la síntesis dialéctica suprema que detendría en el paraíso terrena1 el reloj del tiempo y los pesares de la humanidad.
El problema de ese discurso tan hermoso en sus extremos –la solidaridad de los que sufren, al comienzo, y al final la felicidad plena de todos- era el paso intermedio. Para ir de un extremo a otro resultaba precisa la purificación en una dictadura, la del proletariado.
Marx se equivocó en casi todo. Los proletarios del mundo industrializado mejoraron su condición, vivieron mejor y detestaron las dictaduras. Pero la teología del odio cayó en el abonado terreno de la ignorancia, la pobreza y ese como escepticismo resignado que es la piel espiritual del pueblo ruso. La revolución de octubre, la audacia de Lenin y Trotski, la impopularidad de los zares y la idiotez útil de Kerenski, hicieron el milagro. Rusia cayó en la "dictadura" que jamás fue del proletariado y esa dictadura, avasalladora, atractiva de lejos, implacable y feroz de cerca, se comió medio mundo. Si Marx fue el iluminado, Lenin el Profeta, los acólitos beneficiarios millones, hubo un grande ejecutor, el predestinado por los dioses de la tragedia humana para interpretar la dictadura, ese paso intermedio pero indispensable de la lucha de clases a la paz sin propiedad ni clases. Fatalmente, Marx no llegó a saberlo, cada pueblo social demócrata tendría que parir su propio Stalin.
El triunfo del partido social demócrata ruso, que así lo llamó Lcnin, fue el increíble suceso de una minoría, de unos audaces ridículamente escasos. Los compañeros de Lenin en 1917 no fueran más de veinticuatro mil, escritos así, en cifras, para que no se crea que el computador se ha comido tres o cuatro ceros. En 1924, el partido no llegaba al medio millón de adeptos y en 1929, ya maduro para Stalin y dueño de todo el aparato del poder, no superaba el millón y medio de simpatizantes. ¿Cuál triunfo del proletariado? ¿Cuál fue la obra popular que derrotó el zarismo y destruyó la burguesía que lo mantenía?
El partido que se llamó bolchevique, para distinguirse de los desviados mencheviques, sus primeros enemigos, todos asesinados luego, bien se entiende, fue desde su inicio el partido de la audacia, el engendro de la mentira y el monstruo de la propaganda.
La utopía social demócrata que le propusieron al mundo Marx y Engels, y Lenin a la vieja Rusia de los zares, era de tal modo antinatural que necesitó a Stalin para imponerla y conservarla. La humanidad que avanza tanto en tantos frentes, y que ha logrado multiplicar su memoria técnica en proporciones descomunales con la ayuda del computador, sigue falta de memoria política. Por eso repite sus errores y autoriza por olvido las más duras crueldades y los mayores desastres. Ahora, cuando nos invitan a montar otra social democracia, vale la pena recordar cómo fueron las que en carne y hueso cono de ron los desventurados hombres de este siglo que por fuerza hubieron de padecerla.
La dictadura del proletariado, ese paso intermedio entre la lucha de clases y el paraíso liberal con que ilusionó Marx al mundo, ha de ser absoluta para permitir la siniestra experiencia de obligar un pueblo entero a que sea lo que no es, viva como no quiere, y trabaje, produzca, ame y se deje gobernar
como no le guste. Esa forma de diseñar la vida, acudiendo a la técnica que Popper llamó la "ingeniería social", sólo es eficaz y posible con el uso de la fuerza bruta y de la crueldad ilimite auxiliadas con el cinismo, la inmoralidad absoluta, el maquiavelismo total.
Stalin lo supo y si hubo comunismo en el mundo fue por ello y porque no vaciló en manejar como convenía todos los instrumentos de represión y manipulación que estuvieron en sus manos. Para empezar, bueno es que se lo recuerde, el Socialismo asesina sus propios colaboradores. Para justificar la purga política, Stalin asesinó a Kirov¡ sin duda el hombre de mayor carisma en la cúpula: la leninista y acusó a Kamenev y a Zinoviev de ese crimen, los declaró enemigos del pueblo ruso y los fusiló. Bukarín, Rykov, Evdokimov y muchísimos otros corrieron la misma suerte. En lo que se refiere al partido Social Demócrata original, Malenkov presentó el balance al XVIII Congreso que se reunió en 1939. De 1.589.000 simpatizantes iniciales, escapó de la muerte el ocho por ciento. Del Comité Central elegido en 1934¡ fue físicamente liquidado el setenta por ciento.
Al ejército no le fue mejor. Stalin fusiló, desapareció o ahogó en la mitad de los ríos -otro procedimiento que lo atraía sobremanera- cerca de 40.000 miembros de la alta oficialidad, casi todos generales y coroneles el resto.
El pueblo raso la pasó peor. La gran transformación industrial, indiscutible éxito inicial staliniano, cobró millares de vidas. Mientras que el desastre agrícola -el comunismo ruso nunca pudo resolver el problema de la producción de alimentos- no sólo costó hambre en las ciudades sino millones de muertos en los campos. Los “mujiks” fueron confiscados sin piedad y villas enteras condenadas a errar por meses sobre las frías estepas en busca de un goulag, la:: hoaendas prisiones que describió Solshenitzyn. Los muertos se cuentan por millones. La agricultura colectiva a través de los famosos kolkhozes fue siempre ineficaz en producción e inhumana en su estructura. Los pueblos sometidos, bielorrusos, tártaros, chechenos, ukranianos, letones, estonios o lituanos fueron tan maltratados como las feroces reacciones que hoy demuestran.
Al interior, la policía secreta NKVD, cuya brutalidad excede la imaginación y subleva con su recuerdo cualquier alma limpia. Al exterior, la propaganda, la falacia, el engaño convertidos en norma y herramientas de combate. Ese fue Stalin. Ese el paso de la social democracia por el mundo, que terminó en la más dramática quiebra económica que puede recordarse. El hambre de los rusos de hoy, su desazón y su angustia, es el precio pagado por 70 años de incapacidad para derrocar una tiranía y hacerle frente a la verdad. ¿Alguien querrá más socialismo en este mundo?
Es que la barbarie bolchevique era demasiado visible como para negarla y demasiado bárbara como para seguirla. Pero el hombre no aprende y las teologías no ceden. El Socialismo comprometió el corazón de centenares de millones de prosélitos que probablemente de buena fe siguieron esperando la nueva aurora de la solidaridad universal, de la igualdad redentora y de la felicidad prometida al otro lado del camino. Nada parecido ofrecía el modelo ruso, por lo que muchos cambiaron de faro y se apuntaron al chino. A estas alturas asombra la tozudez de los socialistas y sus simpatizantes, cuando tan obvias eran las dos características fundamentales de esos dos sistemas políticos y de cualquier otro que siguiera sus huellas: la represión feroz de la libertad humana y la . ineptitud total para crear riqueza y repartir prosperidad.
Los socialistas sentían que su misión, confundida con su ambición, era ecuménica. Por eso se lanzaron a la conquista del mundo y por poco asestan el golpe maestro en España, milagrosamente salvada del Stalinismo por el coraje de Franco y del pueblo español. Pero allá quedó claro cuántos señores Azaña, Prieto, Largo Caballero, estarían dispuestos a jugar en los 40 años subsiguientes el triste papel de los idiotas útiles.
La segunda guerra mundial y la estolidez de los aliados -que sufrieron aquella ceguera voluntaria que oscurecía al mundo entero-le dieron a Stalin la. mitad de Europa y le abrieron la puerta hacia la mitad del mundo. La guerra fría fue la angustiosa etapa de la historia universal en que el mundo libre hizo de pobre espectador de las atrocidades del socialismo y llegó a dos dedos de su perdición. El sudeste asiático, África y América Latina fueron los destinos predilectos de los expedicionarios marxistas. Donde fueron triunfantes, solo dejaron el testimonio de su fracaso, hoy todavía comprobable en museos vivientes como Cuba y Corea del Norte. Pero no quedó, por donde pasaron, sino estelas de lágrimas, de sangre y de pobreza.
Hubo momentos en que el mundo entero parecía ávido y feliz de socialismo. El laborismo inglés; el comunismo de Marchais y el socialismo de Mitterrand en Francia; Willy Brandt en Alemania; todos los países nórdicos con Olof Palme a la cabeza; el comunismo italiano y hasta los demócratas norteamericanos jugaban a la "social democracia", sin entender que era el juego más peligroso de cuantos el hombre intentara sobre la tierra. Hubo un momento en que perdida toda esperanza de salvación, se escribió un libro apocalíptico, pero cargado de franqueza y realismo. "Cómo terminan las democracias", de Jean Francois Revel, fue el canto del cisne de la libertad del mundo.
La "social democracia" europea, que nos inocularon a torrentes en Latinoamérica desde la Cepal, y de la que tuvimos experiencias tan vivas como la de Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, Echavarria y López Portillo en México, Velasco Alvarado en el Perú y Allende en Chile, tomó su doctrina económica de John Maynard Keynes. El secreto de la felicidad es un Estado que gaste mucho, intervenga mucho y reparta mucho. Al influjo de esta febricitante concepción estatista, se multiplicaron las empresas públicas, explotaron las nacionalizaciones, aumentaron colosalmente los impuestos y las barreras proteccionistas al comercio, y al fondo se dibujó la tierra prometida. El Estado no era solamente el superagente económico, sino que llamándose "Providencia" o "Social de Derecho" era el repartidor de bienestar" desde la tumba hasta el sepulcro".
Ese sueño, en el que cayeron generaciones enteras y al que se rindió la "intelligentsia" de varias décadas-Russell, Sartre, Gramsci, Neruda, García Márquez, para citar unos pocos de esos cruzados de la causa- iba muy pronto a convertirse en pesadilla y a terminar en tragedia. Esta vez la humanidad se salvó.
La fórmula de Keynes para superar los ciclos recesivos de la economía y garantizar la prosperidad de las naciones, contiene elementos encantadores y para quienes manejan el poder político explicable mente irresistibles: gastar mucho, intervenir mucho y repartir mucho, es una propuesta tan tentadora como disparatada. La buena suerte acompañó esta tesis social demócrata por varios decenios. Porque no sólo coincidió con la exacerbación romántica de la causa socialista, hábilmente explotada por quienes no teniendo nada de románticos la comprendieron fabulosa para sus intereses, sino que además compartió su momento histórico con la más larga y' sostenida etapa de crecimiento económico que conocieron los países ricos del mundo. Ese tiempo que corre de 1945 -la inmediata posguerra- a 1975 -el shock petrolero-, es bueno recordado, lo llaman los estudiosos"'los treinta gloriosos". Pues en ese período la economía no creció por socialista, bien se sabe, sino por liberal. Las gigantescas inversiones de los Estados Unidos en Europa y Asia; el renacimiento de los mercados europeos; la entrada en escena del Japón y los cuatro dragones; el crecimiento sin precedentes del comercio internacional, nada tuvieron que ver con Keynes. Pero produjeron tal cantidad de riqueza acumulada, que los keynesianos hicieron de las suyas gastando como nunca, pues había de dónde gastar, creando gigantescas empresas públicas, interviniendo en una economía que era capaz de soportar intervencionismos, y finalmente organizando una seguridad social nunca soñada, que parecía la vuelta al mundo de la providencia, inagotable como la eterna, pero de verdad transitoria y precaria como el Estado que la encarnaba.
Gastar mucho es una delicia, pero como práctica económica nada aconsejable. Así que de mucho gastar se llegó al punto en que los gobiernos tenían que cobrar cada día más impuestos a unos empresarios crecientemente agobiados por cargas nuevas y regulaciones insoportables. Y lo que parecía imposible, ocurrió. El Estado Providencia llegó a las puertas de la quiebra y al borde del desastre vinieron a su rescate las viejas ideas del orden económico liberal, que pacientemente pulidas por Hayeck y los seguidores de la escuela de Friburgo, encontraron su oportunidad histórica. Ronald Reagán en los Estados Unidos, Margareth Thatcher en la Gran Bretaña, Barre y Chirac en Francia, Kohl en Alemania, Slaughter en Dinamarca, Aznar en España, son algunos nombres de los políticos que salvaron a Occidente, restableciendo principios elementales que se olvidaron en la francachela socialista. La austeridad en el gasto, el estímulo a la producción, la prudencia con los impuestos, el respeto al mercado como mecanismo fundamental para la determinación de los precios y la asignación de los recursos, la libertad del comercio internacional y finalmente, pero no lo menos importante, la libertad individual y no el aparato estatal como elemento clave de la prosperidad, fueron las reglas determinantes de una política que salvó al mundo, derrotó para siempre al socialismo y abrió el horizonte de un nuevo orden mundial.
En primera instancia el socialismo fue vencido en Occidente. Los rayos de luz de la nueva política que empezaron alumbrando desde los Estados Unidos y la Gran Bretaña, pronto llegaron a toda las naciones libres. Pero faltaba el hecho decisivo, algo así como la verificación notarial de un colosal fracaso histórico. Y como tenía que llegar, llegó. El acontecimiento más importante de este siglo, quién lo creyera, tuvo lugar con la aparición de un libro. Mijail Gorbachov, el hombre fuerte de todas las Rusias, desapareció unos meses del escenario para regresar a la superficie de la vida política trayendo en sus manos, nuevo Prometeo, el fuego que daría calor a la era que nacía. La Perestroika fue mucho más que un libro. Fueron las confesiones tardías, pero sangrantes, que por salidas del corazón de un pueblo valieron más que todas las que almas atormentadas, divinizadas o perversas produjeron a lo largo de los siglos. Ese reconocimiento de culpa tuvo mucha que ver con los crímenes, los excesos, los pecados contra la libertad v contra el hombre que se cometieron al impulso de una ilusión falaz y de pasiones oprobiosas. Pero en lo que más ahora nos importa, la Perestroika fue la admisión de una grande equivocación: la planificación central de la economía. Gorbachov aceptó, a nombre de la humanidad, que el Estado no puede sustituir la voluntad individual, ni anticiparse a sus cambios, ni cuantificarla en su ímpetus, ni someterla a su arbitrio.
Así que a finales de los años 80, lo sabrá bien sabido el estudioso de estas lecciones, ya se habían aprendido, cuando menos, dos lecciones fundamentales: que el gasto del Estado no es el milagro reparador que propuso Keynes, sino bien al contrario la más peligrosa y costosa tentación política de nuestro siglo, y que la economía no la deciden los burócratas oficiales desde una oficina planificadora, sino el mercado real con sus vicisitudes, sus atractivos, sus riesgos y sus recompensas.
Siendo ello así, comprenderán el error colosal en que consistió nuestra Constitución de 1991 en materia económica. Cuando se oía el mea culpa socialista por una planificación absurda, la Carta la instituía como la ley más importante de todas, el Norte de nuestros esfuerzos, la guía de nuestro comportamiento. ¡Increíble! La famosa Ley del Plan, del capítulo 2 del Título XII de nuestra Constitución, es el anacronismo más absurdo, la insensatez más evidente, la torpeza más desenfrenada que hubiera podido cometerse. Con la suerte, bien poco apreciable, de que a esa Ley tan ilusionaria como nefasta nadie le ha concedido la menor importancia. Si quiere usted divertirse un poco de nuestras sandeces, léase, por ejemplo, la Ley del Plan aprobada para el cuatrienio 1998-2002 y compárelos con los cuatro años verdaderos y reales que vivimos. Así verá hasta dónde sornas tontos y hasta dónde por tontos perdimos todo este siglo entre antiguallas y tonterías.
Pero no era bastante. Debíamos equivocamos un poco más. y aprovechamos el momento para convertirnos en los campeones mundiales del gasto público, por mandato de la Constitución Nacional! Como teníamos niños sin escuela, enfermos sin hospital, pueblos sin agua, familias sin techo, le ordenamos a un Estado pobre y a un Gobierno ineficaz, que gastara, gastara y gastara para producir escuelas, hospitales, acueductos, alcantarillados, ancianatos, estadios de fútbol y otras maravillas. Con el nombre de gasto público social, arropamos todos esos dictados de la justicia y nos condenamos a la crisis cuya más cruda realidad apenas apunta en el horizonte.
Como no en todas partes resultó digerible la extrema formulación del ideario político marxista, al impulso de los atractivos sofismas de Keynes se ensayaron vías intermedias que reclamó como suyas la social democracia occidental. Para este pro marxismo atenuado o desteñido, la planificación no podía ser omnicomprensiva ni su aplicación totalizante. Pero como era preciso llegar al fin, la Providencia convertida en hechos a través del poder público, resultaba imprescindible que el Estado, lejos de presenciar como gendarme impotente la lucha económica, interviniera en ella a favor de los débiles, representando el interés general que dejaba siempre al garete la ciega ambición individualista.
El Estado ha de intervenir, reza el credo neo social demócrata -al que ya de nuevo poquísimo le queda- para racionalizar la producción, la distribución y el consumo de las riquezas, defendiendo al proletariado de las garras opresoras de los ricos. Esa es la manera de dirigir la economía hacia el anhelado puerto del bienestar compartido, la redención de las masas y el triunfo de la justicia.
Bajando del discurso a los hechos, que es el tránsito más difícil para cualquier humana empresa, el intervencionismo protege, ordena, estimula, distribuye y castiga. En primer lugar, hará todo ello con el plausible propósito de que el país sólo compre lo que necesita, rechazando cuanto por producirlo le sobra. La prueba reina del Estado interventor, ha de encontrarse invariablemente en el manejo del comercio exterior y de los cambios. Como los recursos son limitados, no el condenado mercado sino el inteligente Ministro, dispone lo que se importa y sobre todo a cómo se importa. Para ese efecto, nada como traer baratos los bienes de capital y las materias primas, la alta tecnología y los bienes de consumo indispensables. Así nacen los controles de cambios que centralizan en el poder público las divisas, para repartirlas como conviene según el plan preestablecido
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La centralización del cambio y el fomento de la importación barata, suponen el sacrificio de alguien, que no hay ganadores sin un perdedor. La víctima es el exportador, supuesto beneficiario de ciertas ventajas que es preciso reprimir en beneficio colectivo. Así nacieron todas las economías de sesgo antiexportador y todos los favoritismos, las corruptelas y los desastres en el control de las importaciones.
Si las importaciones vienen reguladas, y el fabricante tiene el privilegio paternalista de la protección, será preciso poner orden en el mercado interno. Así que otro Ministro, tan inteligente como el que maneja el comercio exterior, interviene en el interno. Los controles de precios, las cuotas de absorción, los créditos de fomento y finalmente los subsidios, se vuelven el pan cotidiano de la mesa social demócrata.
Aquí queda compuesto el , cuadro de las realidades mercantilistas, este injerto de marxismo y Keynes que integran los favorecidos con las licencias de importación, los favorecidos con el cierre de importaciones competitivas, los favorecidos con precios administrados, los favorecidos con la especulación de permisos y licencias, los favorecidos con los créditos blandos, los favorecidos con los subsidios. La social democracia intervencionista desemboca por fuerza en el reino de los privilegios y en el mundo alucinante de la corrupción y de la pobreza colectiva. Los ejemplos sobran y el nuestro es de los mejores de ellos.
El intervencionismo del Estado social demócrata, tiene conocidos los comienzos e imposibles los finales. Cuando se favorecen los sembradores de la palma africana con cuotas de absorción y con precios, pongamos el caso, queda intervenida toda la industria de las grasas y los aceites. Lo que significa disponer de la soya, el algodón, el ajonjolí, el girasol y los aceites animales. Pero como el aceite viene prendido a las tortas, he aquí complicado el panorama con los alimentos concentrados y obviamente con toda la cadena proteínica. Así que vamos en la avicultura y la porcicultura, rivales de la ganadería y de la pesca, que reclamarán la mano que las equilibre o que las contenga, para que no desbaraten el resto del cuadro. Pero tampoco se puede gobernar la carne de vacuno sin la leche y la leche se vuelve un capítulo especial de las aventuras reguladoras, importadoras, protectoras o de subsidio. Cuando menos se piensa, lo que empezó por defender a unos pocos termina en epidemia de controles, reducciones, absorciones, precios oficiales y vigilados.
Como siempre quedan cosas por hacer, justicias por lograr y beneficios por distribuir, el Estado social demócrata se vuelve fatalmente empresario. Los argumentos justificativos son los más variados, desde la soberanía nacional y los bienes estratégicos, pasando por el dogma de los servicios esenciales y terminando en la necesidad de que alguien se dé la pela del negocio malo que no quieren los empresarios buenos. Y al impulso de tantas necesidades por satisfacer y de tantos principios por respetar, nuestro Estado social demócrata se vuelve minero y juega al petróleo, al carbón y al cobre; de allí pasa a la gasolina, al gas, a la petroquímica y a la siderúrgica; lo vem05 de transportador aéreo y marítimo, dueño de ferrocarriles y patrón de puertos y aeropuertos; se especializa en energía eléctrica, administra acueductos y recoge basuras; monopoliza la televisión, compite en la radio, se adiestra en telefonía local e internacional y coloca satélites en órbita o participa en sus costos; funda universidades y colegios y ya siendo educador pasa a médico, farmacéutico, científico y enfermero; el bienestar común lo mueve a la filantropía y lo arrastra hasta el deporte: es futbolista, gimnasta, boxeador y tenista; promueve juegos, reglamenta torneos, dirige y entrena; de deportista pasa a cineasta y compra tea tros, financia pésimas películas y organiza festivales; crea orquestas, se vuelve museólogo, operático, melómano y parrandista; fabrica ron y aguardiente, es matarife y taurófilo; promueve macro empresas, exporta bienes estratégicos, importa productos esenciales, produce abonos y semillas y por supuesto, para que todo eso sea posible, cae en la tentación de banquero y como banquero peca en grande; financia a los agricultores, les presta a los constructores, capitaliza a los pequeños industriales, recoge a los quebrados, impulsa las cooperativas y compite con los banqueros de inversión y con los fondos mutuos; para terminar, es el campeón de la seguridad social y el dueño de la investigación tecnológica.
Cada negocio trae la necesidad del siguiente y de cada desastre económico le quedan en herencia dos o tres empresas, sendos sindicatos y miles de trabajadores intocables. El Estado empresario, hermano del Estado interventor, hijo del planificador y pariente inmediato del Estado Providencia, no ha sido una casualidad. Es la esencia de la social democracia, de su recetario trasnochado, de sus ilusiones yertas y sus desvencijados sofismas.
Visto queda, que la social democracia pura, que es la del marxismo ortodoxo, descansa en la planificación central de la economía como dogma y * en la dictadura política como instrumento. y que ese ensayo, cabe agregar, le trajo esclavitud y miseria, moral y física, a la mitad del género humano durante más de medio siglo. La versión atenuada, que es la del viejo socialismo con la bendición de Keynes y el apoyo de toda la "intelligentsia" europea y latinoamericana en boga del año 30 al 80 de esta centuria, tolera algo de propiedad privada y a regañadientes acepta el mínimo de mercado posible, pero manteniendo sin concesiones las bases del sistema: Un Estado fuerte, planificador, empresario, interventor y dirigista, eje, desiderátum y ejecutor de la felicidad pública a través de la Providencia que distribuye y árbitro de todo el quehacer económico cuyas cuerdas maneja de grado o de fuerza.
Los ensayos socialistas extremos quedaron arrullados por la historia en el desván de los sueños rotos, que lo fue para algunos, y de los intentos nunca acabados de las ingenierías sociales, dictaduras mejor o peor disfrazadas que cierran las sociedades en beneficio de sus sátrapas y verdugos. De la social democracia extrema queda, en América Cuba; el último rezago en Europa lo testimonia Albania y acaso lo practique de hecho algún tiranuelo africano. Pero la otra no se rinde y esconde las crueles heridas que dejó en el cuerpo de la humanidad usando el ataque por defensa, acusando al mercado de todo lo malo que ocurre y repitiendo sin cesar que la libertad es un engendro del diablo al servicio de los poderosos. Con esa agresión feroz, se intenta en vano el desprestigio del único camino que ha dado a los hombres esperanza, prosperidad a los pueblos y estabilidad en el progreso a las sociedades políticas más progresistas y justas que los tiempos conocieron.
Así que no haremos la apología del neoliberalismo, porque la palabra está hoy prohibida y sobre su fantasma anonadado recae un anatema. Mejor que eso, digamos cuáles son las bases de la concepción del mundo económico que es opuesto al de h1 social democracia y que hoy prevalece en el mundo, por mucho que le ladren los perros del resentimiento o los infatigables fabricantes de utopías.
El principio rector e insustituible del antisocialismo, es el cuidado, la limitación, la austeridad que ha de guardarse con el gasto público. La Revolución Francesa, que tiene tantos y tan contradictorios signos, se justificó en la vida de la economía por la gran conquista popular contra el Antiguo Régimen, representado en el Derecho de la Corona a gastar cuanto quería, alimentándose de cuanto tributo le fuera necesario. Con siete siglos de retraso respecto a la Revolución Inglesa contra Juan sin Tierra, el pueblo francés convertido en Asamblea, Convención o Congreso reivindicó el derecho sagrado del pueblo a decretar los impuestos y a vigilar la cantidad y el destino de las expensas públicas. Todo lo demás es arandela. El Parlamento moderno se justifica, como idea o como práctica, por ese principio sagrado y por esa lucha en la que no puede haber desmayo. El Estado es el costoso instrumento para la supervivencia organizada de la sociedad humana. Pero excedido en su poder, en su ambición y en sus ex acciones, se vuelve el terrible Leviathan que devora la libertad y envilece al hombre entre las cadenas de la esclavitud económica. El gasto público.
Sie Siempre supieron los pueblos lo que cuesta un príncipe gastador. Cuando César premiaba sus legiones, temblaban terratenientes y adinerados; cuando escaseaba el Tesoro del Emperador, los súbditos temblaban por el suyo; cuando el Señor Feudal ensanchaba el castillo o movía guerra a los vecinos, pagaban los siervos de la gleba; y cuando los reyes se mostraban magníficos, los pobres eran más pobres y desastrados. Esa relación entre el gasto público y la miseria privada, tuvo hasta acabada la Edad Media la única virtud de que era tan evidente como dolorosa. A la Revolución Francesa le estaba reservado el dudoso honor de introducirle trampa al sistema, que a estas alturas muchos desconocen, mientras otros se esfuerzan en mejorar el truco o perfeccionar la ilusión.
Para financiar la guerra contra la Europa de las monarquías, la República emitió los famosos "assignats" que eran como moneda respaldada en los bienes del clero recién expoliado. Más armas y vituallas necesitaban los ejércitos, más papeles circulaban sin que creciera el respaldo. Hasta que los tomadores, comprendiendo el timo, pagaban barato el título envileciendo de paso los emitidos originalmente.
Cuando nacieron los Bancos Centrales, y a Napoleón se debe el invento, la tentación quedó al alcance de la mano. Si los tributos no alcanzaban, el Banco emitía más moneda, la hacienda pública cuadraba y desde el poder se gastaba. Pero igual que con los “assignats”, si la reserva de oro no era suficiente, por bonitos que fueran los papeluchos valían menos y el que los tenía se empobrecía. Esa desproporción entre la moneda representativa de valor y el valor real que le sirve de respaldo, es lo que llaman los modernos economistas la inflación. Y como la inflación es pobreza, queda claro que la pobreza es hija bastarda, pero bien reconocida, del gasto del Estado.
Será inevitable que el Estado quiera gastar más de lo que puede. Suponiendo que no fuera por su infinita tendencia al despilfarro y a la corrupción, encontrará para hacerla una disculpa aparentemente honorable y políticamente productiva. La que anda en uso en nuestro tiempo es el interés general que se expresa en la defensa de los pobres, a quienes debe acudirse con techo, salud, educación, servicios esenciales, seguridad y esparcimiento. Con semejante motivo, cuya legitimidad moral nadie osaría discutir, este samaritano moderno eleva los tributos, emite moneda si se lo permiten y finalmente se endeuda. La guerra a la pobreza queda declarada y temible como cualquier guerra, tiene de especial que de antemano se sabe el perdedor. Porque el pobre estará irremisiblemente más pobre y sus amigos políticos, los samperes y serpas de todos los países tendrán una nueva oportunidad, a través del gasto público, de demostrarles amor condenándolos a más pobreza.
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Está bien averiguado en economía moderna, que el impuesto no lo sufre quien aparentemente lo paga. Tiene esta maldita figura la fea maña de mudarse sin que nadie tenga que recomendárselo. Los impuestos son nómadas por naturaleza: el mercader se lo cobra al comprador, el fabricante al mercader, el prestamista al prestatario, el profesional al cliente. Y después de tantas idas y venidas, termina alojado en la casa de quien menos lo desea como huésped. Los impuestos son devastadores por naturaleza. Por mucho que se los vista de seda, mona se quedan. Ya veremos si en lugar de ellos la "financiación" de los gastos del Estado mejora el semblante de los gastos estatales.
Habíamos dicho que los impuestos son cargas que el pueblo lleva para vivir organizado, para sentirse seguro y para recibir justicia. Llevada por el entusiasmo keynesiano, la social democracia les añadió mil virtudes y cualidades. Que con ellos mejora la economía, se rompe el círculo aflictivo de las depresiones, se dispone la prosperidad de todos y se iguala a los hombres entre sí, separados por la suerte o por la industria en la inequitativa carrera de la vida. Pero las cosas son bien distintas. Los ingresos del Estado reducen el capital productivo de una comunidad cualquiera. Ello es tan obvio que pudiera callarse. Si los recursos son limitados, lo que se lleva aquel "servicio público" tan encomiado por la izquierda, lo pierden la producción, el desarrollo tecnológico, la agricultura, la minería y los transportes, los seguros, los bancos, el turismo y el comercio, es decir, la gente y entre la gente siempre pierde más y primero la más pobre.
No ha de extrañar a nadie, que cuando los economistas obraron con inteligencia y los políticos controlaron sus propias ambiciones, se redujeron los impuestos para que creciera la prosperidad colectiva. El "milagro" alemán de Adenauer y de Erhardt; el "milagro" japonés; los "milagrosos" dragones del Asia; el "milagro" brasilero de 1965 a 1980 y el "milagro" chileno, no fueron tales gracias de la Providencia Divina, sino episodios donde los hombres obraron con más inteligencia que buen corazón.
Pero el Estado no resiste las malas tentaciones. Porque la política es el arte de prometer imposibles, y el pueblo es como tantas mujeres, que adoran el engaño. Así que no faltan los que prometen quitar a los ricos para darle mucho a los pobres, cerrar la brecha que los separa con el puente de la tributación y ejercer desde arriba la filantropía que falta en el egoísta corazón de la libertad.
El crecimiento tributario tuvo a Occidente a dos dedos de su perdición. Es un hecho histórico e inamovible como una catedral.
La seguridad social, la Providencia, la inagotable aspiración a calmar los males de la especie, llevaron el mundo a lo que llamó Paul C. Martin "La Bancarrota del Estado". Así que probado que el Estado quiebra como cualquier hijo de vecino, y de ello dio Latinoamérica la más dramática prueba en 1982, cedió el entusiasmo Keynesiano y los impuestos que iban en loca carrera tras el afán del gasto, hubieron de aquietarse en algo. Pero vino en su defensa un curioso aliado, que se infiltró por las mal cerradas trincheras de la sociedad, y fue el famoso financiamiento del déficit fiscal. . . .
Los Estados, agotada su capacidad confiscatoria por la vía franca del tributo, descubrieron que podían endeudarse. Y a ese descubrimiento siguió otro mucho más fecundo, y era que podían endeudarse con unos bancos alcahuetes o cobardes, o que podían obligarlos a que por su intermedio la comunidad económica les diera crédito casi indefinido. Así financiados, que era como armados para asaltar en despoblado, se lanzaron a gastar mucho más y luego a endeudarse mucho más, para seguir gastando y para pagar la cuenta de la fiesta, con intereses caros y recurriendo al cobro de nuevos impuestos.
Los colombianos estamos pagando por año más de mil millones de dólares por intereses de la deuda externa y mucho más por el endeudamiento interno. En medio de esta crisis, nos quitamos el pan de la boca para pagar las calaveradas de los últimos gobiernos y desde luego nuestra propia mansedumbre. Porque alguien protesta contra el IVA, contra el predial o el impuesto de industria y comercio. Pero no hemos visto la primera manifestación contra los TES, ni contra un empréstito externo. Y es que el financiamiento es peor que el impuesto, por lo matrero, por lo sibilino, por lo alevoso. Cuando el Estado aprieta los gravámenes, corre el riesgo de una protesta. Cuando aumenta la financiación, nadie lo nota. Claro que inmediatamente. Porque a la vuelta de la esquina, a la hora de pagar, el pueblo esquilmado, los inversionistas en fuga, los productores reventados descubren, demasiado tarde, que algunos años atrás los políticos insensatos o ladrones les amargaron el presente y les robaron el futuro.
Las amarguras de estos días y la perplejidad que ensombrece el horizonte, habrán servido para comprobar el principio que venimos sosteniendo como básico para una economía sana, cual es el de la moderación en el gasto público y la austeridad y el equilibrio fiscales. Para que no se vaya la mano en los tonos oscuros del cuadro y antes de que nos llamen anarquistas, digamos que el Estado, o la organización política de la sociedad, no sólo son indispensables sino grandemente benéficos para la especie humana. El hombre librado a su suerte, cuando no sabe a qué atenerse frente a los demás, es un pobre salvaje dedicado por entero, con toda su energía y en todas sus horas, a la tarea de sobrevivir. La civilización comienza cuando nace el Estado, es cierto, pero hay épocas en las que triunfa la ilusión sobre la inteligencia, y a fuerza de querer lo mejor nos apuntamos al despotismo, sin saber a qué horas lo engendramos ni cómo derrotarlo. Es el caso de estos tiempos. De puro entusiasmo por armar un Estado benévolo, justiciero, amigo de los pobres, carta de progreso, pregonero de la igualdad y garante de la felicidad pública y privada, nos hemos puesto sobre la espalda el elefante que nos aplasta.
Cuando se rompen los diques del gasto público, la economía cruje bajo el peso de la carga y aplasta a los infelices incautos que permitieron tamaño disparate. Y en estos tiempos, esa catástrofe viene fatalmente acompañada del desorden en un frente vital de la organización social. Nos referimos a la moneda, que sin ella no hay sociedad moderna, pero que cuando falla en lo que debe ser, es peor y más cruel que un terremoto, más abrasadora que un incendio, más ladrona que todos los salteadores de caminos que en el mundo han sido.
Ya la moneda no tiene precio intrínseco propio, como las viejas morrocotas, ni representa un bien específico por el que pueda canjearse, como en el superado sistema del patrón oro. ¿Por qué "vale" ese billete de cinco mil pesos que lleva usted en el bolsillo ? Como papel, no vale un céntimo. Nadie le ha prometido cambiárselo por cosa que de por sí represente valor confiable. Entonces, ¿por qué vale? Casi por un milagro. Porque los colombianos, para poner el ejemplo nuestro, estamos de acuerdo en que valga y en que valga lo que dice que vale en su colorida superficie. Y ese acto de fe, acaso el único que se repite cada día y cada instante en un pueblo que la ha perdido casi en todo, es la condición de nuestra economía y de toda la vida en común. Si llegara una mañana en la que amaneciéramos desconfiando del poder de ese papelillo, y ya no lo quisiera el que produce la comida y no lo aceptara el de la tienda y lo rechazara el chofer del bus, estaríamos perdidos.
Pues a semejante zozobra se suma una peor. Y es que esos curiosos papeles, a cuyo convenido valor nos jugamos la vida, no valdrán sino en la medida en que el Estado, ese ser tan problemático y complejo, lo maneje lealmente. Cuando abusa de nuestra ingenuidad, y saca a la calle más del que se necesita, nos arruina a todos en un santiamén. Y cuando abusivamente lo secuestra, llevándoselo en cantidad excesiva para sus propias arcas, también nos arruina.
Bien vistas las cosas, vivimos depuro creerle a la moneda. Y le creemos a la moneda, exclusivamente, porque le creemos a los que manejan el Estado, es decir a los políticos.
La historia demuestra que no hay nada menos digno de crédito que un billete de Banco Central. En otro tiempo, y todavía en muchas partes de este sufrido mundo, bastaba que mandamás de turno ordenara imprimir una nueva edición de esos papeluchos para que no quedaran valiendo nada. Esa fue la triste experiencia de los “assignats” de la Revolución Francesa repetida hasta la fatiga en todas las emisiones inorgánicas –que así se llama la figura- que en el mundo fueron hasta nuestros días.
Nadie ha hecho la cuenta de cuánto le robó el Estado moderno a los incautos ciudadanos por ese método infalible de sacar a la calle más moneda para cubrir sus gastos. Un día el sistema hizo crisis. La gente aprendió que la mayor cantidad de moneda era su ruina y se organizó para impedir el latrocinio. Y lo consiguió a través de leyes o de constituciones que prohibieron al poder político saquear de ese modo a los contribuyentes. Pero hecha la ley, hecha la trampa, como reza el viejo refrán. Y el ladrón volvió a las andadas, sin necesidad de fabricar billetes. Ahora descubrió la "financiáción" del déficit.
En lugar de endeudarse con Banco Central o en lugar de poner a trabajar la maquinita de los billetes, el Estado pidió prestado para lo que faltaba sus excentricidades o para ejecutar la justicia social, entendida a su manera. Y obtuvo a raudales créditos de los bancos internacionales, felices de encontrar prestatarios tan robustos, tan dispuestos a volver siempre por más y que teóricamente no quebraban nunca. Pero sí quebraron, como en 1982 pudo comprobarse, y como ahora Rusia y Venezuela lo ratifican para mundial escándalo, y los banqueros se volvieron más remisos. Pero los - Estados no menos ambiciosos.
Así que se volcaron sobre el mercado interno y en muchos casos de buen grado, ¡quién lo creyera!, los bancos volvieron a caer en el garlito. En otros acudió el Leviathan como con las tales inversiones forzosas, y finalmente al artificio, lanzando al mercado papeles de muy buena catadura como los famosos TES, que nos debieran enseñar a odiar desde la escuela, al tiempo que nos inculcaran, y en ]a misma intensidad, el amor al prójimo.
Así financiado, el Estado es más peligroso que con la impresora de billetes. El crédito público anestesia la conciencia ciudadana, que no sabe a qué horas tiene el porvenir hipotecado, á qué horas se le fueron a las nubes las tasas de interés, sofisticada y tramposa manera de cobrar más impuestos, y a qué horas, el súper ladrón acostumbrado a gastar más de lo que tenía, le organiza de contera un nuevo paquete tributario para sanear sus finanzas, vale decir, para incurrir en la sinceridad de cambiar los falaces créditos por auténticos impuestos.
No se enoje, con el Minhacienda, que ninguna culpa tiene por cobrar más IVA, admitir que la moneda colombiana vale menos frente al dólar y por las otras medicinas amargas que a diario nos receta.
Enójese con usted mismo, que en muchos años. no supo o no quiso darse cuenta de que la social democracia criolla lo estaba llevando a la bancarrota. Es la hora de decirnos la verdad, después de haber tolerado tantas mentiras. En el gasto público y en el manejo del crédito, la moneda y los cambios están la clave de la prosperidad o de la ruina.
Cuando el Estado Providencia, gastador apasionado e interventor impenitente, quedara sorprendido empobreciendo al pueblo con la máquina de fabricar billetes, hizo lo mismo financiando su déficit, y con tal marrolla que muchos aún no lo descubren. Pero en la tarea de falsificar la verdad y mantener el andamiaje de su vasto e ineficiente poderío, encontró otro recurso de grande utilidad. La moneda no sólo vale al interior del país. Porque siendo el único medio para el comercio, vale igualmente en la relación del país con todos los demás con que comercia. Y aquí, en el tráfico internacional, fue donde surgió de nuevo la impostura.
Si consideramos una economía abierta o libre, entenderemos que la moneda extranjera tendrá un precio, que llamamos tipo de cambio, determinado por las fuerzas de la oferta y la demanda. El que vende algo afuera, recibe moneda que querrá negociarla con el que la necesita para comprar algo de afuera. Si esa moneda foránea es muy apetecida, la presión de la demanda elevará su cotización. Si por el contrario abunda en demasía, bajará su precio, hasta encontrar el punto de equilibrio. Pero cuando hay un solo comprador de divisas y ese comprador es el único que las vende, no hay mercado para ellas y no habiéndolo tampoco tienen precio. Así que un dólar costará lo que decrete el Gobierno, y con el dólar las cosas que con él se compran. El Gobierno es el amo.
A través de este sistema, los Estados socializantes hicieron su demagogia, pusieron impuestos invisibles y sumaron sobre los ciudadanos, especialmente sobre los pobres, cargas adicionales a su desventura. Cuando, por ejemplo, pagó el Gobierno colombiano a precios de miseria el dólar cafetero, trasladó la riqueza del país de manos de quien la produjo a las manos de quienes se beneficiaron recibiéndola en licencias de importación. Así se dispuso el seudo desarrollo nacional: los industriales tuvieron acceso a dólares baratos, porque más baratos se los pagó el Gobierno a los campesinos cafeteros que los habían producido. Pero ese industrial que equipó su fábrica con ese artificio, encontró a su turno en problemas. Porque gracias a un dólar barato, sería más económico traer de fuera sus productos que adquirirlos en su empresa. Así que tuvo que pedirle socorro al Gobierno, que no encontró más camino que el de mantenerse en su falacia y con aranceles, o simplemente con prohibiciones absolutas, prohibió que entraran al país, más baratos y seguramente de mejor calidad, los productos que del exterior ofrecen. La diferencia de precio, la diferencia de calidad, el atraso tecnológico y educativo que supone el cierre de las fronteras, lo paga el pueblo, aparente beneficiario de los favores del Estado.
Parece mentira que una lección tan sencilla aún no quede aprendida. Cuando hemos descubierto desvalorizado el dólar, y que si se lo deja en libertad aumentará su precio hasta un punto de equilibrio, en lugar de enfrentar la verdad, estamos pidiendo más de lo mismo: aranceles, cierre de importaciones y subsidios. Cuando el Gobierno tiene la debilidad de oír a las sirenas, se acerca a los arrecifes de donde sale su canto y como en la vieja leyenda griega perece destrozado en el oleaje de sus ilusiones y de sus torpezas.
No escapará al lector, que la contradicción esencial entre la social democracia y el liberalismo económico gira en todo al papel del Estado, a su tamaño y al alcance de su gestión regula dora e interventora. Hace mucho se descubrió que un gran aparato burocrático aplasta la sociedad sobre la cual se echa, y de ese descubrimiento nacieron todas las desconfianzas sobre las promesas políticas que desembocan en darle más comida a la fiera. Para sostener el Leviathan estatal suben los impuestos, se envilece la moneda, multiplícanse las tasas de interés y con cierta frecuencia pasa la cuenta convertida en una devaluación que de la mañana a la tarde se lleva un gran pedazo de la riqueza fatigosamente acumulada por todos.
De lo que se ocupa la economía como ciencia, y de lo que ha de ocuparse como praxis política, es de producir la mayor cantidad de bienes y servicios para la especie humana. Así que al tratar el tema no pude soslayarse la primera y fundamental de las cuestiones, que es la productividad, la capacidad de crear todo aquello que permite satisfacer necesidades humanas: alimentos, vivienda, vestidos, comunicaciones, transporte, recreo, cultura, salud, ambiente. Con frecuencia se distrae el discurso de cuestión tan primera y decisiva. Y ella es que el hombre ha de vivir y que para vivir demanda cada día más y mejores medios y aspira a disponer de más y mejores bienes.. Nos llenaríamos de asombro si repasáramos cómo era el medio humano hace apenas un par de siglos y cómo la faena vital para la inmensa mayoría de la población y aun para los más ricos. Los espléndidos palacios no ocultan la escasez absoluta de cosas que hoy por normales se reputan como derechos universales. Los potentados de entonces hubieran pagado cualquier cosa por lo que en materia de salud, de transporte, de recreaciones, de conocimientos, tiene a la mano un obrero medio de los Estados Unidos o de Europa.
Pero esta hazaña de la especie, no ha sido posible sino por la generación pasmosa de riqueza que viene de la Revolución Industrial a nuestros días. Y el crecimiento inusitado de la población, que había enloquecido a Malthus, y el crecimiento de las aspiraciones de cada persona, no permite que pare un instante la gigantesca máquina de la productividad y la eficiencia. Así que no hay idea económica válida si no es capaz de acreditar sus títulos como medio apropiado para producir más y mejor. No se conoce, ni se conocerá nunca, que un sistema económicamente centralizado haya sido bueno para producir mucho. Y las democracias sociales no enriquecieron a nadie.
Lo más favorable que se dirá en su beneficio es que no alcanzaron a dilapidar la fortuna que muy de otra manera se forjara.
Si la producción, la tecnología, la eficiencia son materias básicas para tratar en todo tiempo y circunstancia, a ellas corre unida una mucho más decisiva y emocionante. Nos referimos al puesto que en un engranaje económico y en un sistema político ha de concederse al hombre y a la capacidad creadora de su libertad. Queda planteada la pregunta y abierta la discusión: ¿en qué se funda la economía, en un Estado que la dirija, o en la azorante, peligrosa y maravillosa libertad del individuo humano?
El neoliberalismo está muy lejos de jugar en la historia el mediocre partido de antítesis de la social democracia. Es bien cierto que enfrenta con decisión y crudeza el espíritu estatizante, tenaz frabricante de miseria, a decir de algunos; es verdad que maldice los viejos embustes keynesianos que sostienen redentor para la economía el gasto público y salvador para la justicia el incremento galopante de los tributos; es indudable que censura sin fatiga los trucos monetarios que el Estado hace en su provecho, en perjuicio de quien trabaja y en irreparable daño del que no trabaja por culpa de esos trucos; y es claro que el neoliberalismo detesta los intervensionismos estatales, que como el legendario Don Juan sólo deja recuerdos tristes en los palacios donde sube y en las cabañas donde baja. Pero el neoliberalismo es muchos más que todas aquellas negociaciones. Es la afirmación de una fe, la definición de unos principios, la cruzada por defender unos valores que juzga esenciales para cimentar el edificio de una cualquiera sociedad humana.
Así que la malquerencia del neoliberalismo con el Estado planificador, interventor y dirigista, no se explica por el justo fastidio que le produce, sino por lo que sacrifica para oficiar en sus altares. El Estado paternalista y todopoderoso de los socialistas, niega lo más preciado del universo, que es la libertad humana, la capacidad y el deber de cada individuo para forjar su destino y el resultado espléndido que para la persona y para el grupo produce el libre esfuerzo de cada uno, dentro de un amplio marco de obligaciones y derechos. de estas leccioncillas penetrar en el incremento galopante de los tri- El hombre es la más grande cosa que existe, porque es la única enfrentada al maravilloso milagro de fabricar su propia existencia de responder por ella. Mientras la piedra y el tigre son de una vez lo que son y para siempre, la vida de cada ser humano es perpetua creación, afán ineludible por hacerla más alta, más hermosa y fecunda. Somos apenas un proyecto que y convertimos en obra por las decisiones libres que tomamos en cada instante de nuestro curso vital.
Los filósofos del pesimismo y la cobardía, algunos del todo des interesados y otros, como los vendedores de estatismo, de sobra interesados, viven el empeño de negar la libertad, atribuyendo la conducta humana al resultado de sus condicionantes externos. Somos, para ellos el fatal producto de un medio que nos limita y de un ambiente social que nos determina. Nuestro campo real de acción es casi ninguno, o enteramente ninguno, y nuestra libertad es pluma librada a los vientos inexorables de un destino superior. Si acaso podemos ser algo, es como partes del todo salvador que es el Estado, refugio, consuelo, guía y esperanza para nuestra miseria.
No forma parte de la intención de este discurso penetrar en este tema, tan viejo como el pensamiento, sino proponer su desenlace en materia económica, que es de lo que si se trata. La social democracia agiganta al Estado porque no cree en el hombre y el neoliberalismo desconfía del Estado, porque manipula, atosiga y aprisiona la libertad de cada persona para producir, intercambiar y atesorar. Esta disparidad radical e insalvable de puntos de vista se expresa en la arena económica en los dos postulados básicos del credo neoliberal: la propiedad privada y el mercado.
Lo mismo que la democracia política, el liberalismo económico descansa en la fe que merece la libertad de la persona humana. Todos los déspotas partieron del parecer contrario. La supuesta debilidad del individuo llevó a estos buenos samaritanos a diseñar el Estado bondadoso que se ocupara de los oprimidos monopolizando la fuerza y la propiedad de los bienes de capital. El hombre lobo para el hombre de Hobbes, la "imbecillitas" natural del hombre, de Thomasio, o el buen salvaje de Rousseau, corrompido por la sociedad y salvado luego por el poder omnímodo de la mayoría, son matices de una misma canción y expresiones de idéntico designio: encarecer la ineptitud del hombre, declararlo en conveniente e irremisible interdicción y salvarlo luego, a través del Leviathan, del déspota ilustrado, o del Estado Dios sobre la tierra.
La lucha de la filosofía clásica, la de Aristóteles y Santo Tomás que llega vigente a nuestros días con los cambios y retoques que los siglos aconsejan, ha sido en este punto sin cuartel. El hombre es libre y responsable de sus actos, forjador de su vida, árbitro de su destino. Pobre criatura llena de dolores( náufrago en ese mundo impremeditado que describiera Ortega y Gasset, es a pesar de todo, aún en el colmo de su infelicidad aparente, la más grande cosa que habita el universo. y esa particular majestad le viene por libre, maravillosa herencia de la divinidad creadora, reflejo de la luz indeficiente a , cuya morada un día volverá.
Pues es por libre que el hombre elige la manera para enfrentar el entorno y someterlo a su servicio. Así que por libre trabaja como sin hacerle daño a otros le parezca que debe trabajar. Y con el fruto de su sudor atiende las necesidades de su presente y se anticipa al porvenir. El hombre es la única criatura que se esfuerza hoy para economizar los esfuerzos de mañana, y que ahorra tiempo y energías para dedicarlos a faenas más altas que las de su simple pervivencia.
La propiedad es el más espléndido de los derechos, porque reúne la dignidad del ahorro y la del trabajo, victorias del hombre sobre si mismo y sobre el medio en que vive. El que es propietario, por lo menos de lo esencial, es capaz de afrontar los azares del mañana y de experimentar la inefable sensación de la libertad. Por eso, los tiranos empezaron su faena por el despojo material, que lo demás vendría por añadidura, Los esclavos, los métecos, los siervos de la gleba, las víctimas del mundo comunista han sido cuidadosamente confisca_ dos, antes de ser bárbaramente ultrajados. El hombre que tiene algo, así sea un trabajo que siente pertenecerle, es mal candidato para bajar la cerviz y doblarse de rodillas ante el amo.
No le escapará, el porqué se odia tanto la propiedad desde los flancos socialistas y en general totalitarios. Y no se le escapará que el liberalismo económico, o si quiere llamarlo mejor el conservatismo moderno, funda los cimientos de su edificio político en la propiedad privada. y por, supuesto, va de suyo, en una propiedad tan extendida como posible, con clara vocación universal y en el más sano sentido, popular. Margareth Thatcher reunió toda su ambición política pregonando que quería hacer de cada inglés un propietario. Que monta tanto como hacer de cada individuo humano un ser libre, de cada hombre y de cada mujer una persona y de cada persona un ciudadano.
La propiedad puede examinarse como un derecho, y se la encontrará justificada, sin necesidad de ley que la consagre, en la opinión de los más grandes pensadores que en el mundo han sido; o puede estudiarse a la luz de las normas que hace mucho más de 20 siglos la describen y regulan; o también puede mirársela como tema de investigación sicológica y se verá cuánto significa para el hombre, desde que tiene conciencia de serlo, la convicción de que algunas c9sas le pertenecen; ú a la luz de la ética, para concluir que es el resultado legítimo del trabajo y del ahorro, dos valores esenciales que se bastan para consagrarla como la columna dorsal de cualquier sociedad civilizada.
Pero como aquí hablamos de economía, será el turno de verificar que la propiedad es el estímulo insustituible para el esfuerzo individual y la condición sine qua non del bienestar colectivo. Por la propiedad, cada uno compromete su energía más allá de los límites de la supervivencia. Por la propiedad se aguzan los ingenios y perseveran las voluntades. Por la propiedad piensa el joven en su vejez y los padres en el porvenir de los hijos. Por la propiedad se unen los individuos y suman inteligencia, medios y decisión para crear en sociedad grandes centros de producción o de servicios. Por la propiedad encontramos disponibles los grandes inventos, la más alta tecnología, los bienes más útiles para la vida y para el progreso. Por la propiedad, en fin, ha sido posible, con todos sus avatares, con contradicciones e injusticias, la vida civilizada del hombre sobre la tierra.
Con lo dicho queda claro que rechazamos todas las especies de colectivismo forzoso como medio apto para fundar una vida plena y una cultura alta. Los románticos del socialismo insisten en dibujar edades felices que lo fueron porque los bienes eran de todos por igual. Esos "buenos salvajes" no han dejado constancia de su paso real por la historia y ese sistema, si fuera tan preciado, no hubiera caído en el olvido y el desprecio. Las sociedades colectivistas fueron poco ambiciosas y no sobrevivieron al empuje de las que se basaban en cierta expresión de natural egoísmo. Y todos los intentos, todos sin excepción, que se hicieron para organizar un pueblo sin propiedad, no sólo cayeron por ineptos, sino que nos aterran por despóticos. La propiedad es tan connatural al individuo de la especie humana, que donde quiera que se ha intentado suplantarla por la división igualitaria de las cosas, ha sido al precio del individuo y finalmente del grupo.
Para traer las cosas a nuestro estadio, no se encontrará una sola nación contemporánea, en ninguna latitud, donde no vayan de la mano la prosperidad económica y el respeto a la propiedad privada. Las sociales democracias europeas tuvieron que plegarse a la "desnacionalización" de las grandes empresas que fueron expropiadas o fundadas por el Estado. Y China, la madre del socialismo más radical, y Cuba, el último refugio del socialismo occidental, desesperan por abrirle campo al capital extranjero, que vale tanto como aceptar la propiedad en grande escala.
Mala noticia para los social demócratas criollos, que viven en un mundo caduco hace decenios. Y ella consiste en que es un hecho histórico incuestionable, que el desarrollo económico, la lucha contra la pobreza y la distribución equitativa de los bienes, sólo se dan en los pueblos que respetan y protegen la propiedad privada como cimiento de la estructura económica y del orden jurídico en vigencia.
Si la propiedad es derecho natural fundamental, que se explica por inclinaciones y aspiraciones ancladas desde el principio de los tiempos en el corazón humano, nada significa sino en la medida en que los bienes sobre los que recae son materia de libre disposición. El hombre es la criatura más dependiente de la industria de sus congéneres. Las especies animales producen individuos que se bastan a sí mismos, o que apenas requieren del grupo para mejorar sus mecanismos de. defensa o complementar su capacidad de caza o de albergue. De nuestra parte somos pobrecitas criaturas. que recibimos casi todo de los demás. Pero esa dependencia no aniquila la libertad, sino que la confirma, en cuanto la usamos para crear, con la libertad de los otros, un mundo donde todas las libertades son posibles. Maravillosas contradicciones y complementaciones que hacen del hombre el ser único y singular en que consiste. Así que no produciendo cuanto necesitamos, hemos de dedicarnos a aquello en lo que somos más aptos, una suerte de especialización ineludible que define nuestra vida y nos coloca en el mundo ante los demás. Producimos algo que a otros falta, para conseguir a cambio lo mucho que nos resta para hacernos posible la. vida. El intercambio, esa forma de comunicación que solo conoce nuestra especie, es la clave de su manera de ser, la . condición de su subsistencia,
el único camino hacia su ascensión y perfeccionamiento. El "homp faber" es una pésima definición, por incompleta. El hombre que hace, cualquier cosa que sea, es el mismo que encuentra una manera de vender lo que hace para conseguir lo que le falta. Para decido de una vez, sólo se relacionan entre sí hombres libres dueños de algo que comercian. Por donde se entenderá que la propiedad es condición del mercado y que no hay mercado sino donde hay propietarios. .
Sabemos muy bien cuánto molesta a ciertos ideólogos que se hable del mercado. Y también sabemos hasta dónde exageran otros ideólogos las virtudes del mercado. Esos antagonismos son tan insolubles, como perniciosas las ideologías que los fundan. Porque los mercados no existen porque alguien decida que existan, ni son una entelequia que flote en imaginaciones fértiles: Son al contrario tan naturales, espontáneos y necesarios como la libertad, como el trabajo, como el ahorro, como la propiedad. Existen desde que muchos buscan y muchos ofrecen. Son el punto de contacto de un grupo, primero, de una ciudad, más tarde, de todo un pueblo o de todo el mundo, para encontrar oportunidades y satisfacer necesidades.
Así se explica que los mercados fueran el centro de la vida comunitaria. Era a su alrededor que se fundaban amistades, que se exhibían talentos de músicos y artistas, que se movía la moneda, donde los jueces dictaban sentencias y los políticos ensayaban sus primeros discursos. Desde entonces y hasta hace poco, el mercado era apenas un punto geográfico donde los hombres se encontraban para cambiar lo que tenían y hoy, cuando los espacios quedaron abolidos por la tecnología, un punto virtual al que concurrimos para subsistir, para aliviar nuestras penurias y darle camino a la esperanza de vivir mejor.
El mercado es el punto de encuentro de las libertades individuales y la más cabal de sus expresiones. A su inapelable tribunal hemos de concurrir todos, para que se determine cuánto se apetece lo que somos capaces de producir nuestro trabajo en servicios o nuestro trabajo convertido en bienes útiles para los demás. La sociedad humana puede explicarse por la búsqueda común de altísimos fines. Pero su causa eficiente, aquello que la impulsa a ser como es, resulta de un hecho de tan pocas pretensiones filosóficas o espirituales como el mercado mismo.
La cantidad de las cosas que una comunidad produce, viene determinada por el mercado. Cuando escasas, crece la presión sobre ellas y la voluntad de muchos para pagarlas bien. Cuando excesivas, el desdén de los compradores disuade a los productores, también a través del infalible argumento del precio. Superado el estado primitivo del trueque, los hombres acordaron. en decisión unánime, crear un medio que represente el valor de todas las cosas que se transan. Ese medio, la moneda, cuando estable y segura alienta los mercados y cuando errática y falsaria los deprime. Entre el mercado y la moneda hay una correlación indefectible, de modo que a sociedad próspera, vale decir, con mucho mercado, moneda sana y a sociedad pobretona y convulsa, moneda volátil e indigna de fe.
El precio es la suprema señal que la sociedad humana emite desde sus orillas a los mercaderes, que lo somos todos, como faro que guía los buques desde el acantilado azaroso. Es la manera de pedir más de lo que necesita y menos de lo que le sobra. Así estimula a nuevos productores de bienes escasos y castiga a los que traen demasiado de lo que sobra. Este fenómeno tan elemental, es el que describen los economistas con el pomposo nombre de sistemas de asignación de recursos: la energía productiva del conjunto se va, por mandato del mercado, en la dirección que el mercado, a través de su tajante lenguaje de los precios, dispone. El mercado no sólo impera sobre las cantidades de las cosas. Sino que el proceso seleccionador de los que compran premia el ingenio y la tenacidad de los que ofrecen lo mismo, pero más duradero, o más deleitable o simplemente de mejor apariencia. Aquí surge el enorme promontorio económico de la calidad, donde el juez de siempre, el comprador, dicta otra vez su sentencia irrevocable.
Para producir más a menor costo y obtener por lo mismo más alta ganancia con el mismo precio, y para producir cosas mejores y más apetecibles, el hombre medita, se esfuerza, prueba, investiga, se asocia, yerra y acierta. Es el camino de la técnica, que no es cosa distinta que un medio para ahorrar.
esfuerzos y para satisfacer apetitos y necesidades. Ese instrumento, que explica nada menos que el progreso del hombre por el mundo, y también y desde luego sus claudicaciones y fracasos, existe porque los precios lo mandan desde su invencible atalaya del mercado. Un mercado quieto, es decir, esclavo, como el mercado socialista, donde nadie tiene interés en producir más, mejor o distinto, detiene la creatividad y mata la técnica: En 70 años de imperio comunista, fuera de armas y satélites, no produjo ese medio mundo nada que tenga que agradecerle la otra mitad: ni un vehículo, ni 'una cámara fotográfica, ni una tela grata al tacto femenino, ni un utensilio de cocina, ni un ascensor, ni un equipo de construcción o de hotelería o de salud. El mercado libre, practicado entre hombres libres, es la condición del desarrollo y también el soporte de la libertad. Y además! ya lo veremos, el único medio eficaz para el entendimiento pacífico y constructivo entre los hombres y los pueblos.
Ya hemos dicho que el mercado es el punto de encuentro de la libertad humana, el lazo que une las voluntades, la espuela que apremia la calidad del ingenio individual, que explica la fuerza asociativa y que juega, en fin, el papel decisivo en la formación de lo que llamamos la cultura.
Pero este análisis del mercado doméstico o tribal, se vuelve tan insuficiente como el objeto al que apunta. Porque los grupos sociales, por la uniformidad del clima, la homogeneidad de .la tierra y la vecindad de habilidades y condiciones que nacen del parentesco consanguíneo y espiritual, suelen especializarse en su manera de entender la vida y en su inclinación y capacidad de producir. Los unos son de pastores y aquéllos de pescadores o mineros; aquéstos se adiestran en la agricultura, los de más allá en la forja de los metales o en el manejo de la lana o en la fabricación de telas para el abrigo o el boato; hay ciudades o regiones que sobresalen en la pasión por las especias o en el ingenio con que
diseñan buques o en el amor con que crían veloces caballos o hatos espléndidos. Pues es esa diversidad entre naciones, réplica de la diversa condición de los sujetos que la forman, la que explica su comercio y de paso, nada menos, la historia universal.
Los pueblos que son hábiles para ciertas cosas, y poco o nada para otras, no tienen más que una elección entre dos caminos: hacer muchas cosas mal hechas o vender bien lo que les sobra para comprar lo que les falta. Y la lógica implacable del mercado decide por lo segundo. Es el comienzo de las grandes caravanas transeúntes, de las legiones de comerciantes ambiciosos y audaces, de los cosmopolitas centros de intermediación y acopio. Y para que todo eso sea posible, aquí vienen: los que construyen los caminos interminables, los inventores de las máquinas que los surcan, los que comunican el planeta en fracciones de segundo. El transporte es hijo del comercio, pero no le basta. Porque no se mueven las cosas ni los hombres sin el combustible de los capitales, que son nómadas por antonomasia. Así queda planteada la necesidad de la banca, que irrumpe en la escena tan pronto se la reclama. Y los banqueros son responsables de la acumulación de capital, antesala de las grandes obras, los grandes proyectos, los grandes sueños. Finalmente, toda esa mareada revolucionaria lleva implícita la condición que marca el éxito o el fracaso de sus actores o partícipes. Y es que cada una de esas oportunidades, desde la producción a la intermediación final, pasando por sus infinitos estadios intermedios, queda reservada al que mejor pueda utilizarla. Es el ancho campo de la técnica, este colosal esfuerzo del hombre que no tiene otro sentido que el de ahorrarle esfuerzos futuros y permitirle la persistencia sobre este duro planeta que le tocó en suerte.
Los que odian el mercado no lograrán ser consecuentes sino cuando pregonen el regreso a la vieja época de la autarquía familiar, a la que bastaba la piel de alguna bestia para cubrirse, la carne de otra con el complemento de un puñado de vegetales silvestres para nutrirse y una cueva donde guarecerse. Porque con todos. sus defectos, limitaciones y vicios, es el mercado, y no la regulación política, lo que ha permitido la ascensión humana a lo largo de los siglos.
El libre mercado es el peor, el más injusto, despiadado e inefi ciente sistema de producción y . distribución de bienes... salvo todos los demás conocidos.
Cuando hacíamos su apología, recordando que cuanto vale la pena en el mundo de hoy se le debe casi por entero, cuántas heridas aún abiertas y cuántas crueles cicatrices. debíamos olvidar para no perder la visión del conjunto. En el mercado campea el egoísmo más feroz. A la hora de competir, priman las pasiones más ruines y se exacerban los peores instintos de la especie. Con cuánta frecuencia se aceptan medios detestables si son buenos para enriquecer y la más estúpida avaricia se ensalza como espíritu de ahorro y ánimo de inversión. La historia es una interminable procesión del Shylock shakespeariano y del Torquemada de Pérez Galdós. Tienen razón ¡cuántas veces! los que esculpieron y repiten la vieja sentencia de que "para saber cómo desprecia Dios a los ricos, basta ver a quienes les da la plata", réplica profana del camello que pasa por el ojo de la aguja más cómodamente que el rico por la puerta del cielo, y de seguro también tienen razón los que braman de indignación y de ira como el Mendigo Ingrato de León Bloy. En la lucha del mercado ganan los malos con exasperante frecuencia; se impone la trampa sobre la virtud; aventaja la suerte al mérito; el poderoso insolente destroza a los débiles; la compasión, la piedad y la solidaridad escasean sobre un horizonte ceniciento de maldades y artimañas.
El mercado ha sido causa de incontables desventuras. No sólo empresarios honrados, sino grupos y pueblos enteros cayeron fulminados por una técnica nueva, por una máquina que debió ingeniarse el diablo, por un medio de transporte que los dejó a la vera del camino, sin trabajo ni esperanzas. Profesiones seculares, las borró un vientecillo innovador. Clientelas infaltables, se mudaron en un solo día tras la novedad, el precio o cualquier halago estúpido. Proyectos serios, sueños espléndidos, volaron en pedazos sin aviso y sin causa. Porque el mercado es el mundo azorante del sobresalto permanente, de la atención sin pausa, de la vigilia como sistema.
Así se entienden las rebeldías recurrentes y las utopías infatigables. Domesticar la fiera, someter el ritmo de las cosas a un cierto equilibrio benefactor, impedir los errores de los incautos, constreñir a los audaces y devolver la paz sobre la tierra, dándole a cada uno según su necesidad y exigiendo de cada uno según su capacidad, son designios encantadores y probablemente irresistibles. ¡Cuántos jóvenes idealistas han caído en la tela de araña de esos argumentos especiosos! ¡Cuántas expediciones truncas en busca del vellocino de oro, de un mundo feliz, ordenado por una mano justa y una mente sabia! Las debilidades humanas sublevan y 105 vengadores estarán siempre al acecho, dispuestos a formar Leviathanes en cuyo interior supuestamente reinen la paz, el orden y la convivencia. Si para ello es necesario algo de mano dura, callar voces discordantes, aplacar libertades demasiado vivas y castigar a los traidores del ideal, todo sea por ese mundo fantástico y por ese "hombre nuevo" que ha cautivado tantas generaciones ingenuas e inspirado tanto melenudo para entonar canciones de protesta.
Cuando llegamos al término de esta reflexión sobre el tema capital de nuestro tiempo, si edificar la sociedad desde la perspectiva de la libertad creadora o del autoritarismo disciplinante, se nos aparece una de las más bruscas paradojas del hombre y de la sociedad contemporáneos. Y ella radica en que por una parte encontramos la incontrovertible lección histórica de que nada cuanto fue hecho en el mundo de la cultura vale sino a partir de la libertad que se expresa en los mercados, pero que no hay nada en el mundo más amenazado que la limpieza y por lo mismo la productividad de esos mercados.
Esta contradicción es la que hace vacilar a tantos y la que ha movido hacia el socialismo enormes grupos humanos y legiones de intelectuales y de gente bien intencionada. Pero no es necesario matar el mercado para salvarlo. No es preciso crear un Leviathan para rescatar al individuo. Y, sobre todo, no es inteligente sacrificar la libertad, con su indefinido poder de creación y de adaptación, para sustituida por el poder de un Estado necesariamente incompetente, retardatario, torpe en sus movimientos y por antonomasia fuente de corruptelas sin número y sin nombre. No, entusiastas adoradores del Estado filántropo, planificador y dirigista. Alto en el camino de nuevos disparates, porque las equivocaciones políticas cuestan demasiado. Cuando la mitad del género humano apenas sale a la luz después de más de 70 años de barbarie socialista, ya no es solamente erróneo, sino manifiestamente perverso proponer de nuevo la receta trágica.
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Sí se puede. Construir un mercado sin violencia; dominar la mala fe; quebrar la cerviz de los monopolios; moler a palos los carteles; ponerle grilletes de acero a los actos desleales y a las prácticas restrictivas del comercio, no es una quimera. Es la tarea a la que se dedica el mundo rico y próspero, demasiado empeñado en extender la libertad, estimular la competencia, fomentar el ingenio y abrirle surcos a la semilla del trabajo productivo, para dedicarse a las idioteces en que por aquí andamos. Cuando aplicamos todo el esfuerzo y toda la pasión a determinar si elegimos congresistas independientes, liberales o conservadores y nos paralizamos de emoción frente al arduo problema de la financiación de la publicidad política, por allá se desvelan para doblegar los malos trusts e incitar al pueblo a que se prepare, luche, trabaje, se asocie y triunfe. Allá, quiere decir ese odioso mundo de la economía social de mercado donde el Producto Interno Bruto supera los doce o quince mil dólares anuales, donde la miseria es un accidente y donde los pobres asalariados tienen automóvil y casa propios, educación calificada para sus hijos y capital ahorrado suficiente para una vejez fecunda y digna.
El Estado tiene un papel extraordinario que cumplir. Garantizar el orden y sostener el Derecho, en primer lugar. Un Derecho vivo, actual e histórico, que quiere decir oportuno y dinámico. Un Derecho que empiece por conseguir condiciones sustantivas iguales para todos, a partir de una educación universal y de calidad. ¡Cómo nos preocupa el número de niños que entra a .una escuela! ¡Y cómo nos despreocupa la calidad de enseñanza que les dan a esos niños una vez sentados en el pupitre! Nos importa una higa que los llenen de resentimientos y prejuicios, de conocimientos mediocres y de actitudes estúpidas frente a la vida real que han de vivir.
El problema de lo que llaman neoliberalismo y social democracia no es, por ventura, cuestión de ideología. Es el pragmático problema de la riqueza y la pobreza, del bienestar y la miseria. Y en el punto seguimos al boxeador Pambelé, el genial filósofo de la simpleza. Así que digan cuanto digan, preferiremos para este pueblo que amamos y nos duele, en todo lugar y circunstancia, que sea rico y no pobre.
(POR FERNANDO LONDOÑO HOYOS)
Nunca fue fácil la supervivencia para la gran mayoría de los seres humanos. Desde que el hombre tiene memoria de sí mismo, su lucha fue dura, sus sufrimientos enormes y sus esperanzas vanas. Unos pocos mandaron, algunos cuantos disfrutaron los gajes del poder y la inmensa masa fue desprotegida, hambrienta e irredenta. Sin echar muy atrás el reloj de la historia, para no hacerla larga sobre los metecos en Grecia, plebeyos y esclavos en Roma y siervos en el medioevo, digamos que en Europa, el centro de la civilización occidental, la vida del común de los mortales fue horrorosa entre los siglos XVI a XIX. Si aplicáramos a aquella época los patrones más elementales de medida de necesidades insatisfechas hoy en uso, diríamos que la gran mayoría de los hombres y las mujeres que vivieron en aquellos siglos, muchos de oro" para ciertas naciones en tales épocas, se debatieron en los extremos de la miseria. Los campesinos y el populacho urbano de la Revolución Francesa, estaban en todo peor que los más pobres de nuestros desplazados y los más olvidados de nuestros marginados, El pueblo inglés, que era dueño del mundo, vivía en condiciones que produce espanto recordar. Cómo huele de mal mi pueblo, decía algún príncipe alemán. Y tenía razón: su pueblo apestaba. La Revolución Industrial del Siglo XIX transformó el mundo. La producción en serie que las máquinas, hijas de la ciencia nueva, permitiera y las comunicaciones que empequeñecieron el planeta, abrieron el horizonte a una nueva era. Nunca hubo tantos bienes, nunca se acumuló tanta riqueza, nunca se vio posible para muchos vivir mejor de lo que vivieron sus padres desde la aurora de los siglos.
Así que la gran lucha social que empezó hace siglo y medio no es hija de la pobreza, hermana de la resignación y el abandono, sino criatura de la riqueza, que excitó la imaginación, avivó los entendimientos y mostró posible una nueva cara de la justicia y una nueva dimensión de lo humano.
Por una de esas extrañas paradojas en que la historia es tan rica, las tensiones sociales no se mecieron en la cuna de la pobreza, sino de la mayor prosperidad que conocieron los siglos. Fue con el crecimiento sorprendente de la producción industrial; con el nacimiento de los ferrocarriles y los buques de vapor que hicieron pequeño el mundo; con la afluencia jamás vista de materias primas que absorbía una producción cada vez más ambiciosa; con el nacimiento de una nueva fuente de poder económico, que no fuera el privilegio de la nobleza o el privilegio de la tierra, como apareció la lucha formidable entre dos contendores que cubrirían el escenario histórico de los próximos siglos: el capital y el trabajo.
Salvo en la Politeia de Platón, o en la Utopía de Tomás Moro o en la Ciudad del Sol de Campanela, que es como decir en viejos sueños olvidados, nadie había propuesto en serio la eliminación del derecho de propiedad, de aquella "plena in re potestas" que desde el Derecho Romano campeaba indiscutida por todas las épocas y todas las edades. Ahora, cuando la acumulación de capital podía llegar a límites insospechados, la cuestión se plantearía para dividir a los hombres en punto que nunca discutieron en serio, marcarle nuevos rumbos a la historia y un desafío desconocido a la política.
La teoría económica vino anticipada en favor del derecho absoluto a disponer de los bienes y de la abstención como único deber del Estado frente a los avatares de la productividad y del trabajo. Adam Smith en La Riqueza de las Naciones, Ricardo con su teoría de los precios y los fisiócratas Quesnay y Turgot le abrieron paso al individualismo económico y sentaron bases del "laissez faire, laissez passer". El liberalismo económico a ultranza descansaba en el optimismo libertario que incendiaba el mundo desde finales del Siglo XVIII y en una sabia desconfianza pulla habilidad y la oportunidad con que se mueve por el mundo ese pesado y errático paquidermo que es el Estado. Era preciso dejar las cosas al libre arbitrio de los hombres, que una eficaz mano invisible corregiría yerros y repararía injusticias.
Pero el entusiasmo no vino de la mano de la buena fortuna. La opulencia de muchos indignaba frente a la miseria de muchos más. Quebraron campesinos y artesanos, cerraron por miles pequeños negocios, ciudades enteras perdieron su trabajo. El realismo literario de la época, Dickens en Inglaterra, Flaubert y Balzac en Francia, Pérez Galdós en España, dejó constancia de tantas infinitas amarguras como las que traía el progreso. El pueblo se sublevó en 1848 y de las barricadas tumultuosas y desesperanzadas no sólo quedaron "Los Miserables" de Víctor Hugo. La reacción estaba por llegar y más temible que la de una barricada callejera. La propuesta socialista, con su encanto romántico, sus extravíos conceptuales, sus entusiasmos y sus rencores y sobre todo con sus monstruosas equivocaciones toca a las puertas de estos breves bosquejos de historia y política.
El entusiasmo de los economistas liberales ante la Revolución Industrial y ante la avalancha de bienes que trajo consigo, se extendió al campo social, seguros aquellos de que la prosperidad encontraría el camino adecuado para llegar a todos: "La persecución del beneficio individual está admirablemente relacionada con el bien universal de todos". La frase es de Ricardo, mas pareciera de Adam Smith en el clímax de su fe por la "mano invisible". Pero la mano invisible, sin duda eficaz en muchos frentes de la economía, fue torpe o lenta en materia social y política. Los Fabianos y Malthus, siguiendo de cerca al propio Ricardo, habían reconocido que la participación del salario en el reparto del producto total, sería el biológicamente indispensable para la supervivencia y la reproducción de los obreros. Y por supuesto que el mundo no iba a tolerar impasible esa monstruosidad. La miseria total de los que no encontraban trabajo en ese escenario fascinante pero cruel, y la cuasi miseria de los que ofrecían sus brazos por un mendrugo de pan, indujeron la revuelta. El trabajo impiadoso de las mujeres y los niños, las jornadas agotadoras de 16 o 18 horas por día, las condiciones insoportables de higiene y de moral en las minas y las fábricas abrieron paso a la revuelta. Así llegaron las grandes reformas políticas: la libertad universal, proclamada por Lincoln, en los Estados Unidos, rescatando la raza negra del oprobio esclavista; la participación universal en la política, obra del Disraeli en Inglaterra; y el Seguro Social universal, creado por Bismarck en Alemania, pusieron los cimientos del Estado Moderno.
Pero no era bastante. Algunos querían ir más aprisa y otros apuntaron sus flechas a blancos distintos. La superabundancia de la propiedad puso en el tapete la discusión sobre la legitimidad de ese derecho; y de la sustitución de los viejos privilegios heredados con la tierra o con los títulos por los nuevos privilegios nacidos de la industria y el comercio, surgió el debate sobre la existencia pura y simple de los privilegios y las desigualdades. La llamada cuestión social había nacido para cubrir las nuevas preocupaciones de la política universal.
Resulta apreciable el hecho de que el primer gran socialista no fue un resentido, ni un ambicioso
político, ni un pensador idealista. Robert Owen fue un empresario exitoso, que quiso convencer a todos los colegas de su tiempo de que el éxito industrial tenía que caminar de la mano con la justicia y el bienestar para los obreros que la hacían posible. En su tiempo fue la lucha de un quijote contra molinos de viento. Hoy, siglo y medio después, Owen es el heraldo de los grandes expositores capitalistas sobre la excelencia empresarial.
Otros no eran de ese origen ni tenían esa mira. Proudhon definió la propiedad como un robo y Fernando Lassalle, sin duda el más grande pensador socialista del siglo pasado, sentó las base para un colectivismo corporativo sobre los bienes de producción, , proyecto que después se vería de centro o si se quiere tibio ante la “social democracia" leninista. En un duelo por los ojos de una bella princesa bávara murió Lassalle y quedó franco el camino para Marx. Este judío de origen, mediocre filósofo, erudito pasmoso, misántropo nada admirable, cambió la vida de miles de millones de seres humanos. Su enredada tesis, herencia de las teorías económicas de Ricardo y los Fabianos; del materialismo de Feuerbach; de la dialéctica de Hegel y del optimismo liberal, se volvió una teología.
El marxismo fue muy curiosa religión, porque se montó a despecho de sus creadores Marx y Engels quisieron ser políticos triunfadores y murieron sin conocer una victoria; quisieron ser pensadores originales y su _eclecticismo pobretón no fue capaz con la crítica más simple ni pudo aplicarse a la realidad más dócil. Pero tuvieron éxito en liberar de los viejos odres en que dormían resentimientos v odios milenarios y no vivieron para ver convertida su política en religión, su sistema en teología, sus figuras en las de profetas o dioses.
Según Marx, los proletarios de os países industrializados, condenados a la miserable condición de la supervivencia biológica; crecidos en número sin cesar y crecido sin cesar su abandono r su desesperanza; despojados del valor de su trabajo que hinchaba las arcas de una burguesía avariciosa, terminarían por unirse y destruirían la sociedad opresora y los ídolos que justificaban esa opresión: la familia, la religión, la propiedad y finalmente, e1 Estado. Al cabo de ese proceso, liberado el mundo de esas superestructuras maléficas, vendría la paz sobre la tierra, el idilio de una sociedad feliz, sin clases, sin luchas, sin odios, sin necesidades. Marx es igual a Rousseau. Ambos creyeron en el buen salvaje. Solo que para el Ginebrino era el comienzo de la historia. Para el judío alemán, el hombre bueno por naturaleza y feliz por derecho de conquista vendría al final de la historia, después de la síntesis dialéctica suprema que detendría en el paraíso terrena1 el reloj del tiempo y los pesares de la humanidad.
El problema de ese discurso tan hermoso en sus extremos –la solidaridad de los que sufren, al comienzo, y al final la felicidad plena de todos- era el paso intermedio. Para ir de un extremo a otro resultaba precisa la purificación en una dictadura, la del proletariado.
Marx se equivocó en casi todo. Los proletarios del mundo industrializado mejoraron su condición, vivieron mejor y detestaron las dictaduras. Pero la teología del odio cayó en el abonado terreno de la ignorancia, la pobreza y ese como escepticismo resignado que es la piel espiritual del pueblo ruso. La revolución de octubre, la audacia de Lenin y Trotski, la impopularidad de los zares y la idiotez útil de Kerenski, hicieron el milagro. Rusia cayó en la "dictadura" que jamás fue del proletariado y esa dictadura, avasalladora, atractiva de lejos, implacable y feroz de cerca, se comió medio mundo. Si Marx fue el iluminado, Lenin el Profeta, los acólitos beneficiarios millones, hubo un grande ejecutor, el predestinado por los dioses de la tragedia humana para interpretar la dictadura, ese paso intermedio pero indispensable de la lucha de clases a la paz sin propiedad ni clases. Fatalmente, Marx no llegó a saberlo, cada pueblo social demócrata tendría que parir su propio Stalin.
El triunfo del partido social demócrata ruso, que así lo llamó Lcnin, fue el increíble suceso de una minoría, de unos audaces ridículamente escasos. Los compañeros de Lenin en 1917 no fueran más de veinticuatro mil, escritos así, en cifras, para que no se crea que el computador se ha comido tres o cuatro ceros. En 1924, el partido no llegaba al medio millón de adeptos y en 1929, ya maduro para Stalin y dueño de todo el aparato del poder, no superaba el millón y medio de simpatizantes. ¿Cuál triunfo del proletariado? ¿Cuál fue la obra popular que derrotó el zarismo y destruyó la burguesía que lo mantenía?
El partido que se llamó bolchevique, para distinguirse de los desviados mencheviques, sus primeros enemigos, todos asesinados luego, bien se entiende, fue desde su inicio el partido de la audacia, el engendro de la mentira y el monstruo de la propaganda.
La utopía social demócrata que le propusieron al mundo Marx y Engels, y Lenin a la vieja Rusia de los zares, era de tal modo antinatural que necesitó a Stalin para imponerla y conservarla. La humanidad que avanza tanto en tantos frentes, y que ha logrado multiplicar su memoria técnica en proporciones descomunales con la ayuda del computador, sigue falta de memoria política. Por eso repite sus errores y autoriza por olvido las más duras crueldades y los mayores desastres. Ahora, cuando nos invitan a montar otra social democracia, vale la pena recordar cómo fueron las que en carne y hueso cono de ron los desventurados hombres de este siglo que por fuerza hubieron de padecerla.
La dictadura del proletariado, ese paso intermedio entre la lucha de clases y el paraíso liberal con que ilusionó Marx al mundo, ha de ser absoluta para permitir la siniestra experiencia de obligar un pueblo entero a que sea lo que no es, viva como no quiere, y trabaje, produzca, ame y se deje gobernar
como no le guste. Esa forma de diseñar la vida, acudiendo a la técnica que Popper llamó la "ingeniería social", sólo es eficaz y posible con el uso de la fuerza bruta y de la crueldad ilimite auxiliadas con el cinismo, la inmoralidad absoluta, el maquiavelismo total.
Stalin lo supo y si hubo comunismo en el mundo fue por ello y porque no vaciló en manejar como convenía todos los instrumentos de represión y manipulación que estuvieron en sus manos. Para empezar, bueno es que se lo recuerde, el Socialismo asesina sus propios colaboradores. Para justificar la purga política, Stalin asesinó a Kirov¡ sin duda el hombre de mayor carisma en la cúpula: la leninista y acusó a Kamenev y a Zinoviev de ese crimen, los declaró enemigos del pueblo ruso y los fusiló. Bukarín, Rykov, Evdokimov y muchísimos otros corrieron la misma suerte. En lo que se refiere al partido Social Demócrata original, Malenkov presentó el balance al XVIII Congreso que se reunió en 1939. De 1.589.000 simpatizantes iniciales, escapó de la muerte el ocho por ciento. Del Comité Central elegido en 1934¡ fue físicamente liquidado el setenta por ciento.
Al ejército no le fue mejor. Stalin fusiló, desapareció o ahogó en la mitad de los ríos -otro procedimiento que lo atraía sobremanera- cerca de 40.000 miembros de la alta oficialidad, casi todos generales y coroneles el resto.
El pueblo raso la pasó peor. La gran transformación industrial, indiscutible éxito inicial staliniano, cobró millares de vidas. Mientras que el desastre agrícola -el comunismo ruso nunca pudo resolver el problema de la producción de alimentos- no sólo costó hambre en las ciudades sino millones de muertos en los campos. Los “mujiks” fueron confiscados sin piedad y villas enteras condenadas a errar por meses sobre las frías estepas en busca de un goulag, la:: hoaendas prisiones que describió Solshenitzyn. Los muertos se cuentan por millones. La agricultura colectiva a través de los famosos kolkhozes fue siempre ineficaz en producción e inhumana en su estructura. Los pueblos sometidos, bielorrusos, tártaros, chechenos, ukranianos, letones, estonios o lituanos fueron tan maltratados como las feroces reacciones que hoy demuestran.
Al interior, la policía secreta NKVD, cuya brutalidad excede la imaginación y subleva con su recuerdo cualquier alma limpia. Al exterior, la propaganda, la falacia, el engaño convertidos en norma y herramientas de combate. Ese fue Stalin. Ese el paso de la social democracia por el mundo, que terminó en la más dramática quiebra económica que puede recordarse. El hambre de los rusos de hoy, su desazón y su angustia, es el precio pagado por 70 años de incapacidad para derrocar una tiranía y hacerle frente a la verdad. ¿Alguien querrá más socialismo en este mundo?
Es que la barbarie bolchevique era demasiado visible como para negarla y demasiado bárbara como para seguirla. Pero el hombre no aprende y las teologías no ceden. El Socialismo comprometió el corazón de centenares de millones de prosélitos que probablemente de buena fe siguieron esperando la nueva aurora de la solidaridad universal, de la igualdad redentora y de la felicidad prometida al otro lado del camino. Nada parecido ofrecía el modelo ruso, por lo que muchos cambiaron de faro y se apuntaron al chino. A estas alturas asombra la tozudez de los socialistas y sus simpatizantes, cuando tan obvias eran las dos características fundamentales de esos dos sistemas políticos y de cualquier otro que siguiera sus huellas: la represión feroz de la libertad humana y la . ineptitud total para crear riqueza y repartir prosperidad.
Los socialistas sentían que su misión, confundida con su ambición, era ecuménica. Por eso se lanzaron a la conquista del mundo y por poco asestan el golpe maestro en España, milagrosamente salvada del Stalinismo por el coraje de Franco y del pueblo español. Pero allá quedó claro cuántos señores Azaña, Prieto, Largo Caballero, estarían dispuestos a jugar en los 40 años subsiguientes el triste papel de los idiotas útiles.
La segunda guerra mundial y la estolidez de los aliados -que sufrieron aquella ceguera voluntaria que oscurecía al mundo entero-le dieron a Stalin la. mitad de Europa y le abrieron la puerta hacia la mitad del mundo. La guerra fría fue la angustiosa etapa de la historia universal en que el mundo libre hizo de pobre espectador de las atrocidades del socialismo y llegó a dos dedos de su perdición. El sudeste asiático, África y América Latina fueron los destinos predilectos de los expedicionarios marxistas. Donde fueron triunfantes, solo dejaron el testimonio de su fracaso, hoy todavía comprobable en museos vivientes como Cuba y Corea del Norte. Pero no quedó, por donde pasaron, sino estelas de lágrimas, de sangre y de pobreza.
Hubo momentos en que el mundo entero parecía ávido y feliz de socialismo. El laborismo inglés; el comunismo de Marchais y el socialismo de Mitterrand en Francia; Willy Brandt en Alemania; todos los países nórdicos con Olof Palme a la cabeza; el comunismo italiano y hasta los demócratas norteamericanos jugaban a la "social democracia", sin entender que era el juego más peligroso de cuantos el hombre intentara sobre la tierra. Hubo un momento en que perdida toda esperanza de salvación, se escribió un libro apocalíptico, pero cargado de franqueza y realismo. "Cómo terminan las democracias", de Jean Francois Revel, fue el canto del cisne de la libertad del mundo.
La "social democracia" europea, que nos inocularon a torrentes en Latinoamérica desde la Cepal, y de la que tuvimos experiencias tan vivas como la de Getulio Vargas en Brasil, Perón en Argentina, Echavarria y López Portillo en México, Velasco Alvarado en el Perú y Allende en Chile, tomó su doctrina económica de John Maynard Keynes. El secreto de la felicidad es un Estado que gaste mucho, intervenga mucho y reparta mucho. Al influjo de esta febricitante concepción estatista, se multiplicaron las empresas públicas, explotaron las nacionalizaciones, aumentaron colosalmente los impuestos y las barreras proteccionistas al comercio, y al fondo se dibujó la tierra prometida. El Estado no era solamente el superagente económico, sino que llamándose "Providencia" o "Social de Derecho" era el repartidor de bienestar" desde la tumba hasta el sepulcro".
Ese sueño, en el que cayeron generaciones enteras y al que se rindió la "intelligentsia" de varias décadas-Russell, Sartre, Gramsci, Neruda, García Márquez, para citar unos pocos de esos cruzados de la causa- iba muy pronto a convertirse en pesadilla y a terminar en tragedia. Esta vez la humanidad se salvó.
La fórmula de Keynes para superar los ciclos recesivos de la economía y garantizar la prosperidad de las naciones, contiene elementos encantadores y para quienes manejan el poder político explicable mente irresistibles: gastar mucho, intervenir mucho y repartir mucho, es una propuesta tan tentadora como disparatada. La buena suerte acompañó esta tesis social demócrata por varios decenios. Porque no sólo coincidió con la exacerbación romántica de la causa socialista, hábilmente explotada por quienes no teniendo nada de románticos la comprendieron fabulosa para sus intereses, sino que además compartió su momento histórico con la más larga y' sostenida etapa de crecimiento económico que conocieron los países ricos del mundo. Ese tiempo que corre de 1945 -la inmediata posguerra- a 1975 -el shock petrolero-, es bueno recordado, lo llaman los estudiosos"'los treinta gloriosos". Pues en ese período la economía no creció por socialista, bien se sabe, sino por liberal. Las gigantescas inversiones de los Estados Unidos en Europa y Asia; el renacimiento de los mercados europeos; la entrada en escena del Japón y los cuatro dragones; el crecimiento sin precedentes del comercio internacional, nada tuvieron que ver con Keynes. Pero produjeron tal cantidad de riqueza acumulada, que los keynesianos hicieron de las suyas gastando como nunca, pues había de dónde gastar, creando gigantescas empresas públicas, interviniendo en una economía que era capaz de soportar intervencionismos, y finalmente organizando una seguridad social nunca soñada, que parecía la vuelta al mundo de la providencia, inagotable como la eterna, pero de verdad transitoria y precaria como el Estado que la encarnaba.
Gastar mucho es una delicia, pero como práctica económica nada aconsejable. Así que de mucho gastar se llegó al punto en que los gobiernos tenían que cobrar cada día más impuestos a unos empresarios crecientemente agobiados por cargas nuevas y regulaciones insoportables. Y lo que parecía imposible, ocurrió. El Estado Providencia llegó a las puertas de la quiebra y al borde del desastre vinieron a su rescate las viejas ideas del orden económico liberal, que pacientemente pulidas por Hayeck y los seguidores de la escuela de Friburgo, encontraron su oportunidad histórica. Ronald Reagán en los Estados Unidos, Margareth Thatcher en la Gran Bretaña, Barre y Chirac en Francia, Kohl en Alemania, Slaughter en Dinamarca, Aznar en España, son algunos nombres de los políticos que salvaron a Occidente, restableciendo principios elementales que se olvidaron en la francachela socialista. La austeridad en el gasto, el estímulo a la producción, la prudencia con los impuestos, el respeto al mercado como mecanismo fundamental para la determinación de los precios y la asignación de los recursos, la libertad del comercio internacional y finalmente, pero no lo menos importante, la libertad individual y no el aparato estatal como elemento clave de la prosperidad, fueron las reglas determinantes de una política que salvó al mundo, derrotó para siempre al socialismo y abrió el horizonte de un nuevo orden mundial.
En primera instancia el socialismo fue vencido en Occidente. Los rayos de luz de la nueva política que empezaron alumbrando desde los Estados Unidos y la Gran Bretaña, pronto llegaron a toda las naciones libres. Pero faltaba el hecho decisivo, algo así como la verificación notarial de un colosal fracaso histórico. Y como tenía que llegar, llegó. El acontecimiento más importante de este siglo, quién lo creyera, tuvo lugar con la aparición de un libro. Mijail Gorbachov, el hombre fuerte de todas las Rusias, desapareció unos meses del escenario para regresar a la superficie de la vida política trayendo en sus manos, nuevo Prometeo, el fuego que daría calor a la era que nacía. La Perestroika fue mucho más que un libro. Fueron las confesiones tardías, pero sangrantes, que por salidas del corazón de un pueblo valieron más que todas las que almas atormentadas, divinizadas o perversas produjeron a lo largo de los siglos. Ese reconocimiento de culpa tuvo mucha que ver con los crímenes, los excesos, los pecados contra la libertad v contra el hombre que se cometieron al impulso de una ilusión falaz y de pasiones oprobiosas. Pero en lo que más ahora nos importa, la Perestroika fue la admisión de una grande equivocación: la planificación central de la economía. Gorbachov aceptó, a nombre de la humanidad, que el Estado no puede sustituir la voluntad individual, ni anticiparse a sus cambios, ni cuantificarla en su ímpetus, ni someterla a su arbitrio.
Así que a finales de los años 80, lo sabrá bien sabido el estudioso de estas lecciones, ya se habían aprendido, cuando menos, dos lecciones fundamentales: que el gasto del Estado no es el milagro reparador que propuso Keynes, sino bien al contrario la más peligrosa y costosa tentación política de nuestro siglo, y que la economía no la deciden los burócratas oficiales desde una oficina planificadora, sino el mercado real con sus vicisitudes, sus atractivos, sus riesgos y sus recompensas.
Siendo ello así, comprenderán el error colosal en que consistió nuestra Constitución de 1991 en materia económica. Cuando se oía el mea culpa socialista por una planificación absurda, la Carta la instituía como la ley más importante de todas, el Norte de nuestros esfuerzos, la guía de nuestro comportamiento. ¡Increíble! La famosa Ley del Plan, del capítulo 2 del Título XII de nuestra Constitución, es el anacronismo más absurdo, la insensatez más evidente, la torpeza más desenfrenada que hubiera podido cometerse. Con la suerte, bien poco apreciable, de que a esa Ley tan ilusionaria como nefasta nadie le ha concedido la menor importancia. Si quiere usted divertirse un poco de nuestras sandeces, léase, por ejemplo, la Ley del Plan aprobada para el cuatrienio 1998-2002 y compárelos con los cuatro años verdaderos y reales que vivimos. Así verá hasta dónde sornas tontos y hasta dónde por tontos perdimos todo este siglo entre antiguallas y tonterías.
Pero no era bastante. Debíamos equivocamos un poco más. y aprovechamos el momento para convertirnos en los campeones mundiales del gasto público, por mandato de la Constitución Nacional! Como teníamos niños sin escuela, enfermos sin hospital, pueblos sin agua, familias sin techo, le ordenamos a un Estado pobre y a un Gobierno ineficaz, que gastara, gastara y gastara para producir escuelas, hospitales, acueductos, alcantarillados, ancianatos, estadios de fútbol y otras maravillas. Con el nombre de gasto público social, arropamos todos esos dictados de la justicia y nos condenamos a la crisis cuya más cruda realidad apenas apunta en el horizonte.
Como no en todas partes resultó digerible la extrema formulación del ideario político marxista, al impulso de los atractivos sofismas de Keynes se ensayaron vías intermedias que reclamó como suyas la social democracia occidental. Para este pro marxismo atenuado o desteñido, la planificación no podía ser omnicomprensiva ni su aplicación totalizante. Pero como era preciso llegar al fin, la Providencia convertida en hechos a través del poder público, resultaba imprescindible que el Estado, lejos de presenciar como gendarme impotente la lucha económica, interviniera en ella a favor de los débiles, representando el interés general que dejaba siempre al garete la ciega ambición individualista.
El Estado ha de intervenir, reza el credo neo social demócrata -al que ya de nuevo poquísimo le queda- para racionalizar la producción, la distribución y el consumo de las riquezas, defendiendo al proletariado de las garras opresoras de los ricos. Esa es la manera de dirigir la economía hacia el anhelado puerto del bienestar compartido, la redención de las masas y el triunfo de la justicia.
Bajando del discurso a los hechos, que es el tránsito más difícil para cualquier humana empresa, el intervencionismo protege, ordena, estimula, distribuye y castiga. En primer lugar, hará todo ello con el plausible propósito de que el país sólo compre lo que necesita, rechazando cuanto por producirlo le sobra. La prueba reina del Estado interventor, ha de encontrarse invariablemente en el manejo del comercio exterior y de los cambios. Como los recursos son limitados, no el condenado mercado sino el inteligente Ministro, dispone lo que se importa y sobre todo a cómo se importa. Para ese efecto, nada como traer baratos los bienes de capital y las materias primas, la alta tecnología y los bienes de consumo indispensables. Así nacen los controles de cambios que centralizan en el poder público las divisas, para repartirlas como conviene según el plan preestablecido
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La centralización del cambio y el fomento de la importación barata, suponen el sacrificio de alguien, que no hay ganadores sin un perdedor. La víctima es el exportador, supuesto beneficiario de ciertas ventajas que es preciso reprimir en beneficio colectivo. Así nacieron todas las economías de sesgo antiexportador y todos los favoritismos, las corruptelas y los desastres en el control de las importaciones.
Si las importaciones vienen reguladas, y el fabricante tiene el privilegio paternalista de la protección, será preciso poner orden en el mercado interno. Así que otro Ministro, tan inteligente como el que maneja el comercio exterior, interviene en el interno. Los controles de precios, las cuotas de absorción, los créditos de fomento y finalmente los subsidios, se vuelven el pan cotidiano de la mesa social demócrata.
Aquí queda compuesto el , cuadro de las realidades mercantilistas, este injerto de marxismo y Keynes que integran los favorecidos con las licencias de importación, los favorecidos con el cierre de importaciones competitivas, los favorecidos con precios administrados, los favorecidos con la especulación de permisos y licencias, los favorecidos con los créditos blandos, los favorecidos con los subsidios. La social democracia intervencionista desemboca por fuerza en el reino de los privilegios y en el mundo alucinante de la corrupción y de la pobreza colectiva. Los ejemplos sobran y el nuestro es de los mejores de ellos.
El intervencionismo del Estado social demócrata, tiene conocidos los comienzos e imposibles los finales. Cuando se favorecen los sembradores de la palma africana con cuotas de absorción y con precios, pongamos el caso, queda intervenida toda la industria de las grasas y los aceites. Lo que significa disponer de la soya, el algodón, el ajonjolí, el girasol y los aceites animales. Pero como el aceite viene prendido a las tortas, he aquí complicado el panorama con los alimentos concentrados y obviamente con toda la cadena proteínica. Así que vamos en la avicultura y la porcicultura, rivales de la ganadería y de la pesca, que reclamarán la mano que las equilibre o que las contenga, para que no desbaraten el resto del cuadro. Pero tampoco se puede gobernar la carne de vacuno sin la leche y la leche se vuelve un capítulo especial de las aventuras reguladoras, importadoras, protectoras o de subsidio. Cuando menos se piensa, lo que empezó por defender a unos pocos termina en epidemia de controles, reducciones, absorciones, precios oficiales y vigilados.
Como siempre quedan cosas por hacer, justicias por lograr y beneficios por distribuir, el Estado social demócrata se vuelve fatalmente empresario. Los argumentos justificativos son los más variados, desde la soberanía nacional y los bienes estratégicos, pasando por el dogma de los servicios esenciales y terminando en la necesidad de que alguien se dé la pela del negocio malo que no quieren los empresarios buenos. Y al impulso de tantas necesidades por satisfacer y de tantos principios por respetar, nuestro Estado social demócrata se vuelve minero y juega al petróleo, al carbón y al cobre; de allí pasa a la gasolina, al gas, a la petroquímica y a la siderúrgica; lo vem05 de transportador aéreo y marítimo, dueño de ferrocarriles y patrón de puertos y aeropuertos; se especializa en energía eléctrica, administra acueductos y recoge basuras; monopoliza la televisión, compite en la radio, se adiestra en telefonía local e internacional y coloca satélites en órbita o participa en sus costos; funda universidades y colegios y ya siendo educador pasa a médico, farmacéutico, científico y enfermero; el bienestar común lo mueve a la filantropía y lo arrastra hasta el deporte: es futbolista, gimnasta, boxeador y tenista; promueve juegos, reglamenta torneos, dirige y entrena; de deportista pasa a cineasta y compra tea tros, financia pésimas películas y organiza festivales; crea orquestas, se vuelve museólogo, operático, melómano y parrandista; fabrica ron y aguardiente, es matarife y taurófilo; promueve macro empresas, exporta bienes estratégicos, importa productos esenciales, produce abonos y semillas y por supuesto, para que todo eso sea posible, cae en la tentación de banquero y como banquero peca en grande; financia a los agricultores, les presta a los constructores, capitaliza a los pequeños industriales, recoge a los quebrados, impulsa las cooperativas y compite con los banqueros de inversión y con los fondos mutuos; para terminar, es el campeón de la seguridad social y el dueño de la investigación tecnológica.
Cada negocio trae la necesidad del siguiente y de cada desastre económico le quedan en herencia dos o tres empresas, sendos sindicatos y miles de trabajadores intocables. El Estado empresario, hermano del Estado interventor, hijo del planificador y pariente inmediato del Estado Providencia, no ha sido una casualidad. Es la esencia de la social democracia, de su recetario trasnochado, de sus ilusiones yertas y sus desvencijados sofismas.
Visto queda, que la social democracia pura, que es la del marxismo ortodoxo, descansa en la planificación central de la economía como dogma y * en la dictadura política como instrumento. y que ese ensayo, cabe agregar, le trajo esclavitud y miseria, moral y física, a la mitad del género humano durante más de medio siglo. La versión atenuada, que es la del viejo socialismo con la bendición de Keynes y el apoyo de toda la "intelligentsia" europea y latinoamericana en boga del año 30 al 80 de esta centuria, tolera algo de propiedad privada y a regañadientes acepta el mínimo de mercado posible, pero manteniendo sin concesiones las bases del sistema: Un Estado fuerte, planificador, empresario, interventor y dirigista, eje, desiderátum y ejecutor de la felicidad pública a través de la Providencia que distribuye y árbitro de todo el quehacer económico cuyas cuerdas maneja de grado o de fuerza.
Los ensayos socialistas extremos quedaron arrullados por la historia en el desván de los sueños rotos, que lo fue para algunos, y de los intentos nunca acabados de las ingenierías sociales, dictaduras mejor o peor disfrazadas que cierran las sociedades en beneficio de sus sátrapas y verdugos. De la social democracia extrema queda, en América Cuba; el último rezago en Europa lo testimonia Albania y acaso lo practique de hecho algún tiranuelo africano. Pero la otra no se rinde y esconde las crueles heridas que dejó en el cuerpo de la humanidad usando el ataque por defensa, acusando al mercado de todo lo malo que ocurre y repitiendo sin cesar que la libertad es un engendro del diablo al servicio de los poderosos. Con esa agresión feroz, se intenta en vano el desprestigio del único camino que ha dado a los hombres esperanza, prosperidad a los pueblos y estabilidad en el progreso a las sociedades políticas más progresistas y justas que los tiempos conocieron.
Así que no haremos la apología del neoliberalismo, porque la palabra está hoy prohibida y sobre su fantasma anonadado recae un anatema. Mejor que eso, digamos cuáles son las bases de la concepción del mundo económico que es opuesto al de h1 social democracia y que hoy prevalece en el mundo, por mucho que le ladren los perros del resentimiento o los infatigables fabricantes de utopías.
El principio rector e insustituible del antisocialismo, es el cuidado, la limitación, la austeridad que ha de guardarse con el gasto público. La Revolución Francesa, que tiene tantos y tan contradictorios signos, se justificó en la vida de la economía por la gran conquista popular contra el Antiguo Régimen, representado en el Derecho de la Corona a gastar cuanto quería, alimentándose de cuanto tributo le fuera necesario. Con siete siglos de retraso respecto a la Revolución Inglesa contra Juan sin Tierra, el pueblo francés convertido en Asamblea, Convención o Congreso reivindicó el derecho sagrado del pueblo a decretar los impuestos y a vigilar la cantidad y el destino de las expensas públicas. Todo lo demás es arandela. El Parlamento moderno se justifica, como idea o como práctica, por ese principio sagrado y por esa lucha en la que no puede haber desmayo. El Estado es el costoso instrumento para la supervivencia organizada de la sociedad humana. Pero excedido en su poder, en su ambición y en sus ex acciones, se vuelve el terrible Leviathan que devora la libertad y envilece al hombre entre las cadenas de la esclavitud económica. El gasto público.
Sie Siempre supieron los pueblos lo que cuesta un príncipe gastador. Cuando César premiaba sus legiones, temblaban terratenientes y adinerados; cuando escaseaba el Tesoro del Emperador, los súbditos temblaban por el suyo; cuando el Señor Feudal ensanchaba el castillo o movía guerra a los vecinos, pagaban los siervos de la gleba; y cuando los reyes se mostraban magníficos, los pobres eran más pobres y desastrados. Esa relación entre el gasto público y la miseria privada, tuvo hasta acabada la Edad Media la única virtud de que era tan evidente como dolorosa. A la Revolución Francesa le estaba reservado el dudoso honor de introducirle trampa al sistema, que a estas alturas muchos desconocen, mientras otros se esfuerzan en mejorar el truco o perfeccionar la ilusión.
Para financiar la guerra contra la Europa de las monarquías, la República emitió los famosos "assignats" que eran como moneda respaldada en los bienes del clero recién expoliado. Más armas y vituallas necesitaban los ejércitos, más papeles circulaban sin que creciera el respaldo. Hasta que los tomadores, comprendiendo el timo, pagaban barato el título envileciendo de paso los emitidos originalmente.
Cuando nacieron los Bancos Centrales, y a Napoleón se debe el invento, la tentación quedó al alcance de la mano. Si los tributos no alcanzaban, el Banco emitía más moneda, la hacienda pública cuadraba y desde el poder se gastaba. Pero igual que con los “assignats”, si la reserva de oro no era suficiente, por bonitos que fueran los papeluchos valían menos y el que los tenía se empobrecía. Esa desproporción entre la moneda representativa de valor y el valor real que le sirve de respaldo, es lo que llaman los modernos economistas la inflación. Y como la inflación es pobreza, queda claro que la pobreza es hija bastarda, pero bien reconocida, del gasto del Estado.
Será inevitable que el Estado quiera gastar más de lo que puede. Suponiendo que no fuera por su infinita tendencia al despilfarro y a la corrupción, encontrará para hacerla una disculpa aparentemente honorable y políticamente productiva. La que anda en uso en nuestro tiempo es el interés general que se expresa en la defensa de los pobres, a quienes debe acudirse con techo, salud, educación, servicios esenciales, seguridad y esparcimiento. Con semejante motivo, cuya legitimidad moral nadie osaría discutir, este samaritano moderno eleva los tributos, emite moneda si se lo permiten y finalmente se endeuda. La guerra a la pobreza queda declarada y temible como cualquier guerra, tiene de especial que de antemano se sabe el perdedor. Porque el pobre estará irremisiblemente más pobre y sus amigos políticos, los samperes y serpas de todos los países tendrán una nueva oportunidad, a través del gasto público, de demostrarles amor condenándolos a más pobreza.
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Está bien averiguado en economía moderna, que el impuesto no lo sufre quien aparentemente lo paga. Tiene esta maldita figura la fea maña de mudarse sin que nadie tenga que recomendárselo. Los impuestos son nómadas por naturaleza: el mercader se lo cobra al comprador, el fabricante al mercader, el prestamista al prestatario, el profesional al cliente. Y después de tantas idas y venidas, termina alojado en la casa de quien menos lo desea como huésped. Los impuestos son devastadores por naturaleza. Por mucho que se los vista de seda, mona se quedan. Ya veremos si en lugar de ellos la "financiación" de los gastos del Estado mejora el semblante de los gastos estatales.
Habíamos dicho que los impuestos son cargas que el pueblo lleva para vivir organizado, para sentirse seguro y para recibir justicia. Llevada por el entusiasmo keynesiano, la social democracia les añadió mil virtudes y cualidades. Que con ellos mejora la economía, se rompe el círculo aflictivo de las depresiones, se dispone la prosperidad de todos y se iguala a los hombres entre sí, separados por la suerte o por la industria en la inequitativa carrera de la vida. Pero las cosas son bien distintas. Los ingresos del Estado reducen el capital productivo de una comunidad cualquiera. Ello es tan obvio que pudiera callarse. Si los recursos son limitados, lo que se lleva aquel "servicio público" tan encomiado por la izquierda, lo pierden la producción, el desarrollo tecnológico, la agricultura, la minería y los transportes, los seguros, los bancos, el turismo y el comercio, es decir, la gente y entre la gente siempre pierde más y primero la más pobre.
No ha de extrañar a nadie, que cuando los economistas obraron con inteligencia y los políticos controlaron sus propias ambiciones, se redujeron los impuestos para que creciera la prosperidad colectiva. El "milagro" alemán de Adenauer y de Erhardt; el "milagro" japonés; los "milagrosos" dragones del Asia; el "milagro" brasilero de 1965 a 1980 y el "milagro" chileno, no fueron tales gracias de la Providencia Divina, sino episodios donde los hombres obraron con más inteligencia que buen corazón.
Pero el Estado no resiste las malas tentaciones. Porque la política es el arte de prometer imposibles, y el pueblo es como tantas mujeres, que adoran el engaño. Así que no faltan los que prometen quitar a los ricos para darle mucho a los pobres, cerrar la brecha que los separa con el puente de la tributación y ejercer desde arriba la filantropía que falta en el egoísta corazón de la libertad.
El crecimiento tributario tuvo a Occidente a dos dedos de su perdición. Es un hecho histórico e inamovible como una catedral.
La seguridad social, la Providencia, la inagotable aspiración a calmar los males de la especie, llevaron el mundo a lo que llamó Paul C. Martin "La Bancarrota del Estado". Así que probado que el Estado quiebra como cualquier hijo de vecino, y de ello dio Latinoamérica la más dramática prueba en 1982, cedió el entusiasmo Keynesiano y los impuestos que iban en loca carrera tras el afán del gasto, hubieron de aquietarse en algo. Pero vino en su defensa un curioso aliado, que se infiltró por las mal cerradas trincheras de la sociedad, y fue el famoso financiamiento del déficit fiscal. . . .
Los Estados, agotada su capacidad confiscatoria por la vía franca del tributo, descubrieron que podían endeudarse. Y a ese descubrimiento siguió otro mucho más fecundo, y era que podían endeudarse con unos bancos alcahuetes o cobardes, o que podían obligarlos a que por su intermedio la comunidad económica les diera crédito casi indefinido. Así financiados, que era como armados para asaltar en despoblado, se lanzaron a gastar mucho más y luego a endeudarse mucho más, para seguir gastando y para pagar la cuenta de la fiesta, con intereses caros y recurriendo al cobro de nuevos impuestos.
Los colombianos estamos pagando por año más de mil millones de dólares por intereses de la deuda externa y mucho más por el endeudamiento interno. En medio de esta crisis, nos quitamos el pan de la boca para pagar las calaveradas de los últimos gobiernos y desde luego nuestra propia mansedumbre. Porque alguien protesta contra el IVA, contra el predial o el impuesto de industria y comercio. Pero no hemos visto la primera manifestación contra los TES, ni contra un empréstito externo. Y es que el financiamiento es peor que el impuesto, por lo matrero, por lo sibilino, por lo alevoso. Cuando el Estado aprieta los gravámenes, corre el riesgo de una protesta. Cuando aumenta la financiación, nadie lo nota. Claro que inmediatamente. Porque a la vuelta de la esquina, a la hora de pagar, el pueblo esquilmado, los inversionistas en fuga, los productores reventados descubren, demasiado tarde, que algunos años atrás los políticos insensatos o ladrones les amargaron el presente y les robaron el futuro.
Las amarguras de estos días y la perplejidad que ensombrece el horizonte, habrán servido para comprobar el principio que venimos sosteniendo como básico para una economía sana, cual es el de la moderación en el gasto público y la austeridad y el equilibrio fiscales. Para que no se vaya la mano en los tonos oscuros del cuadro y antes de que nos llamen anarquistas, digamos que el Estado, o la organización política de la sociedad, no sólo son indispensables sino grandemente benéficos para la especie humana. El hombre librado a su suerte, cuando no sabe a qué atenerse frente a los demás, es un pobre salvaje dedicado por entero, con toda su energía y en todas sus horas, a la tarea de sobrevivir. La civilización comienza cuando nace el Estado, es cierto, pero hay épocas en las que triunfa la ilusión sobre la inteligencia, y a fuerza de querer lo mejor nos apuntamos al despotismo, sin saber a qué horas lo engendramos ni cómo derrotarlo. Es el caso de estos tiempos. De puro entusiasmo por armar un Estado benévolo, justiciero, amigo de los pobres, carta de progreso, pregonero de la igualdad y garante de la felicidad pública y privada, nos hemos puesto sobre la espalda el elefante que nos aplasta.
Cuando se rompen los diques del gasto público, la economía cruje bajo el peso de la carga y aplasta a los infelices incautos que permitieron tamaño disparate. Y en estos tiempos, esa catástrofe viene fatalmente acompañada del desorden en un frente vital de la organización social. Nos referimos a la moneda, que sin ella no hay sociedad moderna, pero que cuando falla en lo que debe ser, es peor y más cruel que un terremoto, más abrasadora que un incendio, más ladrona que todos los salteadores de caminos que en el mundo han sido.
Ya la moneda no tiene precio intrínseco propio, como las viejas morrocotas, ni representa un bien específico por el que pueda canjearse, como en el superado sistema del patrón oro. ¿Por qué "vale" ese billete de cinco mil pesos que lleva usted en el bolsillo ? Como papel, no vale un céntimo. Nadie le ha prometido cambiárselo por cosa que de por sí represente valor confiable. Entonces, ¿por qué vale? Casi por un milagro. Porque los colombianos, para poner el ejemplo nuestro, estamos de acuerdo en que valga y en que valga lo que dice que vale en su colorida superficie. Y ese acto de fe, acaso el único que se repite cada día y cada instante en un pueblo que la ha perdido casi en todo, es la condición de nuestra economía y de toda la vida en común. Si llegara una mañana en la que amaneciéramos desconfiando del poder de ese papelillo, y ya no lo quisiera el que produce la comida y no lo aceptara el de la tienda y lo rechazara el chofer del bus, estaríamos perdidos.
Pues a semejante zozobra se suma una peor. Y es que esos curiosos papeles, a cuyo convenido valor nos jugamos la vida, no valdrán sino en la medida en que el Estado, ese ser tan problemático y complejo, lo maneje lealmente. Cuando abusa de nuestra ingenuidad, y saca a la calle más del que se necesita, nos arruina a todos en un santiamén. Y cuando abusivamente lo secuestra, llevándoselo en cantidad excesiva para sus propias arcas, también nos arruina.
Bien vistas las cosas, vivimos depuro creerle a la moneda. Y le creemos a la moneda, exclusivamente, porque le creemos a los que manejan el Estado, es decir a los políticos.
La historia demuestra que no hay nada menos digno de crédito que un billete de Banco Central. En otro tiempo, y todavía en muchas partes de este sufrido mundo, bastaba que mandamás de turno ordenara imprimir una nueva edición de esos papeluchos para que no quedaran valiendo nada. Esa fue la triste experiencia de los “assignats” de la Revolución Francesa repetida hasta la fatiga en todas las emisiones inorgánicas –que así se llama la figura- que en el mundo fueron hasta nuestros días.
Nadie ha hecho la cuenta de cuánto le robó el Estado moderno a los incautos ciudadanos por ese método infalible de sacar a la calle más moneda para cubrir sus gastos. Un día el sistema hizo crisis. La gente aprendió que la mayor cantidad de moneda era su ruina y se organizó para impedir el latrocinio. Y lo consiguió a través de leyes o de constituciones que prohibieron al poder político saquear de ese modo a los contribuyentes. Pero hecha la ley, hecha la trampa, como reza el viejo refrán. Y el ladrón volvió a las andadas, sin necesidad de fabricar billetes. Ahora descubrió la "financiáción" del déficit.
En lugar de endeudarse con Banco Central o en lugar de poner a trabajar la maquinita de los billetes, el Estado pidió prestado para lo que faltaba sus excentricidades o para ejecutar la justicia social, entendida a su manera. Y obtuvo a raudales créditos de los bancos internacionales, felices de encontrar prestatarios tan robustos, tan dispuestos a volver siempre por más y que teóricamente no quebraban nunca. Pero sí quebraron, como en 1982 pudo comprobarse, y como ahora Rusia y Venezuela lo ratifican para mundial escándalo, y los banqueros se volvieron más remisos. Pero los - Estados no menos ambiciosos.
Así que se volcaron sobre el mercado interno y en muchos casos de buen grado, ¡quién lo creyera!, los bancos volvieron a caer en el garlito. En otros acudió el Leviathan como con las tales inversiones forzosas, y finalmente al artificio, lanzando al mercado papeles de muy buena catadura como los famosos TES, que nos debieran enseñar a odiar desde la escuela, al tiempo que nos inculcaran, y en ]a misma intensidad, el amor al prójimo.
Así financiado, el Estado es más peligroso que con la impresora de billetes. El crédito público anestesia la conciencia ciudadana, que no sabe a qué horas tiene el porvenir hipotecado, á qué horas se le fueron a las nubes las tasas de interés, sofisticada y tramposa manera de cobrar más impuestos, y a qué horas, el súper ladrón acostumbrado a gastar más de lo que tenía, le organiza de contera un nuevo paquete tributario para sanear sus finanzas, vale decir, para incurrir en la sinceridad de cambiar los falaces créditos por auténticos impuestos.
No se enoje, con el Minhacienda, que ninguna culpa tiene por cobrar más IVA, admitir que la moneda colombiana vale menos frente al dólar y por las otras medicinas amargas que a diario nos receta.
Enójese con usted mismo, que en muchos años. no supo o no quiso darse cuenta de que la social democracia criolla lo estaba llevando a la bancarrota. Es la hora de decirnos la verdad, después de haber tolerado tantas mentiras. En el gasto público y en el manejo del crédito, la moneda y los cambios están la clave de la prosperidad o de la ruina.
Cuando el Estado Providencia, gastador apasionado e interventor impenitente, quedara sorprendido empobreciendo al pueblo con la máquina de fabricar billetes, hizo lo mismo financiando su déficit, y con tal marrolla que muchos aún no lo descubren. Pero en la tarea de falsificar la verdad y mantener el andamiaje de su vasto e ineficiente poderío, encontró otro recurso de grande utilidad. La moneda no sólo vale al interior del país. Porque siendo el único medio para el comercio, vale igualmente en la relación del país con todos los demás con que comercia. Y aquí, en el tráfico internacional, fue donde surgió de nuevo la impostura.
Si consideramos una economía abierta o libre, entenderemos que la moneda extranjera tendrá un precio, que llamamos tipo de cambio, determinado por las fuerzas de la oferta y la demanda. El que vende algo afuera, recibe moneda que querrá negociarla con el que la necesita para comprar algo de afuera. Si esa moneda foránea es muy apetecida, la presión de la demanda elevará su cotización. Si por el contrario abunda en demasía, bajará su precio, hasta encontrar el punto de equilibrio. Pero cuando hay un solo comprador de divisas y ese comprador es el único que las vende, no hay mercado para ellas y no habiéndolo tampoco tienen precio. Así que un dólar costará lo que decrete el Gobierno, y con el dólar las cosas que con él se compran. El Gobierno es el amo.
A través de este sistema, los Estados socializantes hicieron su demagogia, pusieron impuestos invisibles y sumaron sobre los ciudadanos, especialmente sobre los pobres, cargas adicionales a su desventura. Cuando, por ejemplo, pagó el Gobierno colombiano a precios de miseria el dólar cafetero, trasladó la riqueza del país de manos de quien la produjo a las manos de quienes se beneficiaron recibiéndola en licencias de importación. Así se dispuso el seudo desarrollo nacional: los industriales tuvieron acceso a dólares baratos, porque más baratos se los pagó el Gobierno a los campesinos cafeteros que los habían producido. Pero ese industrial que equipó su fábrica con ese artificio, encontró a su turno en problemas. Porque gracias a un dólar barato, sería más económico traer de fuera sus productos que adquirirlos en su empresa. Así que tuvo que pedirle socorro al Gobierno, que no encontró más camino que el de mantenerse en su falacia y con aranceles, o simplemente con prohibiciones absolutas, prohibió que entraran al país, más baratos y seguramente de mejor calidad, los productos que del exterior ofrecen. La diferencia de precio, la diferencia de calidad, el atraso tecnológico y educativo que supone el cierre de las fronteras, lo paga el pueblo, aparente beneficiario de los favores del Estado.
Parece mentira que una lección tan sencilla aún no quede aprendida. Cuando hemos descubierto desvalorizado el dólar, y que si se lo deja en libertad aumentará su precio hasta un punto de equilibrio, en lugar de enfrentar la verdad, estamos pidiendo más de lo mismo: aranceles, cierre de importaciones y subsidios. Cuando el Gobierno tiene la debilidad de oír a las sirenas, se acerca a los arrecifes de donde sale su canto y como en la vieja leyenda griega perece destrozado en el oleaje de sus ilusiones y de sus torpezas.
No escapará al lector, que la contradicción esencial entre la social democracia y el liberalismo económico gira en todo al papel del Estado, a su tamaño y al alcance de su gestión regula dora e interventora. Hace mucho se descubrió que un gran aparato burocrático aplasta la sociedad sobre la cual se echa, y de ese descubrimiento nacieron todas las desconfianzas sobre las promesas políticas que desembocan en darle más comida a la fiera. Para sostener el Leviathan estatal suben los impuestos, se envilece la moneda, multiplícanse las tasas de interés y con cierta frecuencia pasa la cuenta convertida en una devaluación que de la mañana a la tarde se lleva un gran pedazo de la riqueza fatigosamente acumulada por todos.
De lo que se ocupa la economía como ciencia, y de lo que ha de ocuparse como praxis política, es de producir la mayor cantidad de bienes y servicios para la especie humana. Así que al tratar el tema no pude soslayarse la primera y fundamental de las cuestiones, que es la productividad, la capacidad de crear todo aquello que permite satisfacer necesidades humanas: alimentos, vivienda, vestidos, comunicaciones, transporte, recreo, cultura, salud, ambiente. Con frecuencia se distrae el discurso de cuestión tan primera y decisiva. Y ella es que el hombre ha de vivir y que para vivir demanda cada día más y mejores medios y aspira a disponer de más y mejores bienes.. Nos llenaríamos de asombro si repasáramos cómo era el medio humano hace apenas un par de siglos y cómo la faena vital para la inmensa mayoría de la población y aun para los más ricos. Los espléndidos palacios no ocultan la escasez absoluta de cosas que hoy por normales se reputan como derechos universales. Los potentados de entonces hubieran pagado cualquier cosa por lo que en materia de salud, de transporte, de recreaciones, de conocimientos, tiene a la mano un obrero medio de los Estados Unidos o de Europa.
Pero esta hazaña de la especie, no ha sido posible sino por la generación pasmosa de riqueza que viene de la Revolución Industrial a nuestros días. Y el crecimiento inusitado de la población, que había enloquecido a Malthus, y el crecimiento de las aspiraciones de cada persona, no permite que pare un instante la gigantesca máquina de la productividad y la eficiencia. Así que no hay idea económica válida si no es capaz de acreditar sus títulos como medio apropiado para producir más y mejor. No se conoce, ni se conocerá nunca, que un sistema económicamente centralizado haya sido bueno para producir mucho. Y las democracias sociales no enriquecieron a nadie.
Lo más favorable que se dirá en su beneficio es que no alcanzaron a dilapidar la fortuna que muy de otra manera se forjara.
Si la producción, la tecnología, la eficiencia son materias básicas para tratar en todo tiempo y circunstancia, a ellas corre unida una mucho más decisiva y emocionante. Nos referimos al puesto que en un engranaje económico y en un sistema político ha de concederse al hombre y a la capacidad creadora de su libertad. Queda planteada la pregunta y abierta la discusión: ¿en qué se funda la economía, en un Estado que la dirija, o en la azorante, peligrosa y maravillosa libertad del individuo humano?
El neoliberalismo está muy lejos de jugar en la historia el mediocre partido de antítesis de la social democracia. Es bien cierto que enfrenta con decisión y crudeza el espíritu estatizante, tenaz frabricante de miseria, a decir de algunos; es verdad que maldice los viejos embustes keynesianos que sostienen redentor para la economía el gasto público y salvador para la justicia el incremento galopante de los tributos; es indudable que censura sin fatiga los trucos monetarios que el Estado hace en su provecho, en perjuicio de quien trabaja y en irreparable daño del que no trabaja por culpa de esos trucos; y es claro que el neoliberalismo detesta los intervensionismos estatales, que como el legendario Don Juan sólo deja recuerdos tristes en los palacios donde sube y en las cabañas donde baja. Pero el neoliberalismo es muchos más que todas aquellas negociaciones. Es la afirmación de una fe, la definición de unos principios, la cruzada por defender unos valores que juzga esenciales para cimentar el edificio de una cualquiera sociedad humana.
Así que la malquerencia del neoliberalismo con el Estado planificador, interventor y dirigista, no se explica por el justo fastidio que le produce, sino por lo que sacrifica para oficiar en sus altares. El Estado paternalista y todopoderoso de los socialistas, niega lo más preciado del universo, que es la libertad humana, la capacidad y el deber de cada individuo para forjar su destino y el resultado espléndido que para la persona y para el grupo produce el libre esfuerzo de cada uno, dentro de un amplio marco de obligaciones y derechos. de estas leccioncillas penetrar en el incremento galopante de los tri- El hombre es la más grande cosa que existe, porque es la única enfrentada al maravilloso milagro de fabricar su propia existencia de responder por ella. Mientras la piedra y el tigre son de una vez lo que son y para siempre, la vida de cada ser humano es perpetua creación, afán ineludible por hacerla más alta, más hermosa y fecunda. Somos apenas un proyecto que y convertimos en obra por las decisiones libres que tomamos en cada instante de nuestro curso vital.
Los filósofos del pesimismo y la cobardía, algunos del todo des interesados y otros, como los vendedores de estatismo, de sobra interesados, viven el empeño de negar la libertad, atribuyendo la conducta humana al resultado de sus condicionantes externos. Somos, para ellos el fatal producto de un medio que nos limita y de un ambiente social que nos determina. Nuestro campo real de acción es casi ninguno, o enteramente ninguno, y nuestra libertad es pluma librada a los vientos inexorables de un destino superior. Si acaso podemos ser algo, es como partes del todo salvador que es el Estado, refugio, consuelo, guía y esperanza para nuestra miseria.
No forma parte de la intención de este discurso penetrar en este tema, tan viejo como el pensamiento, sino proponer su desenlace en materia económica, que es de lo que si se trata. La social democracia agiganta al Estado porque no cree en el hombre y el neoliberalismo desconfía del Estado, porque manipula, atosiga y aprisiona la libertad de cada persona para producir, intercambiar y atesorar. Esta disparidad radical e insalvable de puntos de vista se expresa en la arena económica en los dos postulados básicos del credo neoliberal: la propiedad privada y el mercado.
Lo mismo que la democracia política, el liberalismo económico descansa en la fe que merece la libertad de la persona humana. Todos los déspotas partieron del parecer contrario. La supuesta debilidad del individuo llevó a estos buenos samaritanos a diseñar el Estado bondadoso que se ocupara de los oprimidos monopolizando la fuerza y la propiedad de los bienes de capital. El hombre lobo para el hombre de Hobbes, la "imbecillitas" natural del hombre, de Thomasio, o el buen salvaje de Rousseau, corrompido por la sociedad y salvado luego por el poder omnímodo de la mayoría, son matices de una misma canción y expresiones de idéntico designio: encarecer la ineptitud del hombre, declararlo en conveniente e irremisible interdicción y salvarlo luego, a través del Leviathan, del déspota ilustrado, o del Estado Dios sobre la tierra.
La lucha de la filosofía clásica, la de Aristóteles y Santo Tomás que llega vigente a nuestros días con los cambios y retoques que los siglos aconsejan, ha sido en este punto sin cuartel. El hombre es libre y responsable de sus actos, forjador de su vida, árbitro de su destino. Pobre criatura llena de dolores( náufrago en ese mundo impremeditado que describiera Ortega y Gasset, es a pesar de todo, aún en el colmo de su infelicidad aparente, la más grande cosa que habita el universo. y esa particular majestad le viene por libre, maravillosa herencia de la divinidad creadora, reflejo de la luz indeficiente a , cuya morada un día volverá.
Pues es por libre que el hombre elige la manera para enfrentar el entorno y someterlo a su servicio. Así que por libre trabaja como sin hacerle daño a otros le parezca que debe trabajar. Y con el fruto de su sudor atiende las necesidades de su presente y se anticipa al porvenir. El hombre es la única criatura que se esfuerza hoy para economizar los esfuerzos de mañana, y que ahorra tiempo y energías para dedicarlos a faenas más altas que las de su simple pervivencia.
La propiedad es el más espléndido de los derechos, porque reúne la dignidad del ahorro y la del trabajo, victorias del hombre sobre si mismo y sobre el medio en que vive. El que es propietario, por lo menos de lo esencial, es capaz de afrontar los azares del mañana y de experimentar la inefable sensación de la libertad. Por eso, los tiranos empezaron su faena por el despojo material, que lo demás vendría por añadidura, Los esclavos, los métecos, los siervos de la gleba, las víctimas del mundo comunista han sido cuidadosamente confisca_ dos, antes de ser bárbaramente ultrajados. El hombre que tiene algo, así sea un trabajo que siente pertenecerle, es mal candidato para bajar la cerviz y doblarse de rodillas ante el amo.
No le escapará, el porqué se odia tanto la propiedad desde los flancos socialistas y en general totalitarios. Y no se le escapará que el liberalismo económico, o si quiere llamarlo mejor el conservatismo moderno, funda los cimientos de su edificio político en la propiedad privada. y por, supuesto, va de suyo, en una propiedad tan extendida como posible, con clara vocación universal y en el más sano sentido, popular. Margareth Thatcher reunió toda su ambición política pregonando que quería hacer de cada inglés un propietario. Que monta tanto como hacer de cada individuo humano un ser libre, de cada hombre y de cada mujer una persona y de cada persona un ciudadano.
La propiedad puede examinarse como un derecho, y se la encontrará justificada, sin necesidad de ley que la consagre, en la opinión de los más grandes pensadores que en el mundo han sido; o puede estudiarse a la luz de las normas que hace mucho más de 20 siglos la describen y regulan; o también puede mirársela como tema de investigación sicológica y se verá cuánto significa para el hombre, desde que tiene conciencia de serlo, la convicción de que algunas c9sas le pertenecen; ú a la luz de la ética, para concluir que es el resultado legítimo del trabajo y del ahorro, dos valores esenciales que se bastan para consagrarla como la columna dorsal de cualquier sociedad civilizada.
Pero como aquí hablamos de economía, será el turno de verificar que la propiedad es el estímulo insustituible para el esfuerzo individual y la condición sine qua non del bienestar colectivo. Por la propiedad, cada uno compromete su energía más allá de los límites de la supervivencia. Por la propiedad se aguzan los ingenios y perseveran las voluntades. Por la propiedad piensa el joven en su vejez y los padres en el porvenir de los hijos. Por la propiedad se unen los individuos y suman inteligencia, medios y decisión para crear en sociedad grandes centros de producción o de servicios. Por la propiedad encontramos disponibles los grandes inventos, la más alta tecnología, los bienes más útiles para la vida y para el progreso. Por la propiedad, en fin, ha sido posible, con todos sus avatares, con contradicciones e injusticias, la vida civilizada del hombre sobre la tierra.
Con lo dicho queda claro que rechazamos todas las especies de colectivismo forzoso como medio apto para fundar una vida plena y una cultura alta. Los románticos del socialismo insisten en dibujar edades felices que lo fueron porque los bienes eran de todos por igual. Esos "buenos salvajes" no han dejado constancia de su paso real por la historia y ese sistema, si fuera tan preciado, no hubiera caído en el olvido y el desprecio. Las sociedades colectivistas fueron poco ambiciosas y no sobrevivieron al empuje de las que se basaban en cierta expresión de natural egoísmo. Y todos los intentos, todos sin excepción, que se hicieron para organizar un pueblo sin propiedad, no sólo cayeron por ineptos, sino que nos aterran por despóticos. La propiedad es tan connatural al individuo de la especie humana, que donde quiera que se ha intentado suplantarla por la división igualitaria de las cosas, ha sido al precio del individuo y finalmente del grupo.
Para traer las cosas a nuestro estadio, no se encontrará una sola nación contemporánea, en ninguna latitud, donde no vayan de la mano la prosperidad económica y el respeto a la propiedad privada. Las sociales democracias europeas tuvieron que plegarse a la "desnacionalización" de las grandes empresas que fueron expropiadas o fundadas por el Estado. Y China, la madre del socialismo más radical, y Cuba, el último refugio del socialismo occidental, desesperan por abrirle campo al capital extranjero, que vale tanto como aceptar la propiedad en grande escala.
Mala noticia para los social demócratas criollos, que viven en un mundo caduco hace decenios. Y ella consiste en que es un hecho histórico incuestionable, que el desarrollo económico, la lucha contra la pobreza y la distribución equitativa de los bienes, sólo se dan en los pueblos que respetan y protegen la propiedad privada como cimiento de la estructura económica y del orden jurídico en vigencia.
Si la propiedad es derecho natural fundamental, que se explica por inclinaciones y aspiraciones ancladas desde el principio de los tiempos en el corazón humano, nada significa sino en la medida en que los bienes sobre los que recae son materia de libre disposición. El hombre es la criatura más dependiente de la industria de sus congéneres. Las especies animales producen individuos que se bastan a sí mismos, o que apenas requieren del grupo para mejorar sus mecanismos de. defensa o complementar su capacidad de caza o de albergue. De nuestra parte somos pobrecitas criaturas. que recibimos casi todo de los demás. Pero esa dependencia no aniquila la libertad, sino que la confirma, en cuanto la usamos para crear, con la libertad de los otros, un mundo donde todas las libertades son posibles. Maravillosas contradicciones y complementaciones que hacen del hombre el ser único y singular en que consiste. Así que no produciendo cuanto necesitamos, hemos de dedicarnos a aquello en lo que somos más aptos, una suerte de especialización ineludible que define nuestra vida y nos coloca en el mundo ante los demás. Producimos algo que a otros falta, para conseguir a cambio lo mucho que nos resta para hacernos posible la. vida. El intercambio, esa forma de comunicación que solo conoce nuestra especie, es la clave de su manera de ser, la . condición de su subsistencia,
el único camino hacia su ascensión y perfeccionamiento. El "homp faber" es una pésima definición, por incompleta. El hombre que hace, cualquier cosa que sea, es el mismo que encuentra una manera de vender lo que hace para conseguir lo que le falta. Para decido de una vez, sólo se relacionan entre sí hombres libres dueños de algo que comercian. Por donde se entenderá que la propiedad es condición del mercado y que no hay mercado sino donde hay propietarios. .
Sabemos muy bien cuánto molesta a ciertos ideólogos que se hable del mercado. Y también sabemos hasta dónde exageran otros ideólogos las virtudes del mercado. Esos antagonismos son tan insolubles, como perniciosas las ideologías que los fundan. Porque los mercados no existen porque alguien decida que existan, ni son una entelequia que flote en imaginaciones fértiles: Son al contrario tan naturales, espontáneos y necesarios como la libertad, como el trabajo, como el ahorro, como la propiedad. Existen desde que muchos buscan y muchos ofrecen. Son el punto de contacto de un grupo, primero, de una ciudad, más tarde, de todo un pueblo o de todo el mundo, para encontrar oportunidades y satisfacer necesidades.
Así se explica que los mercados fueran el centro de la vida comunitaria. Era a su alrededor que se fundaban amistades, que se exhibían talentos de músicos y artistas, que se movía la moneda, donde los jueces dictaban sentencias y los políticos ensayaban sus primeros discursos. Desde entonces y hasta hace poco, el mercado era apenas un punto geográfico donde los hombres se encontraban para cambiar lo que tenían y hoy, cuando los espacios quedaron abolidos por la tecnología, un punto virtual al que concurrimos para subsistir, para aliviar nuestras penurias y darle camino a la esperanza de vivir mejor.
El mercado es el punto de encuentro de las libertades individuales y la más cabal de sus expresiones. A su inapelable tribunal hemos de concurrir todos, para que se determine cuánto se apetece lo que somos capaces de producir nuestro trabajo en servicios o nuestro trabajo convertido en bienes útiles para los demás. La sociedad humana puede explicarse por la búsqueda común de altísimos fines. Pero su causa eficiente, aquello que la impulsa a ser como es, resulta de un hecho de tan pocas pretensiones filosóficas o espirituales como el mercado mismo.
La cantidad de las cosas que una comunidad produce, viene determinada por el mercado. Cuando escasas, crece la presión sobre ellas y la voluntad de muchos para pagarlas bien. Cuando excesivas, el desdén de los compradores disuade a los productores, también a través del infalible argumento del precio. Superado el estado primitivo del trueque, los hombres acordaron. en decisión unánime, crear un medio que represente el valor de todas las cosas que se transan. Ese medio, la moneda, cuando estable y segura alienta los mercados y cuando errática y falsaria los deprime. Entre el mercado y la moneda hay una correlación indefectible, de modo que a sociedad próspera, vale decir, con mucho mercado, moneda sana y a sociedad pobretona y convulsa, moneda volátil e indigna de fe.
El precio es la suprema señal que la sociedad humana emite desde sus orillas a los mercaderes, que lo somos todos, como faro que guía los buques desde el acantilado azaroso. Es la manera de pedir más de lo que necesita y menos de lo que le sobra. Así estimula a nuevos productores de bienes escasos y castiga a los que traen demasiado de lo que sobra. Este fenómeno tan elemental, es el que describen los economistas con el pomposo nombre de sistemas de asignación de recursos: la energía productiva del conjunto se va, por mandato del mercado, en la dirección que el mercado, a través de su tajante lenguaje de los precios, dispone. El mercado no sólo impera sobre las cantidades de las cosas. Sino que el proceso seleccionador de los que compran premia el ingenio y la tenacidad de los que ofrecen lo mismo, pero más duradero, o más deleitable o simplemente de mejor apariencia. Aquí surge el enorme promontorio económico de la calidad, donde el juez de siempre, el comprador, dicta otra vez su sentencia irrevocable.
Para producir más a menor costo y obtener por lo mismo más alta ganancia con el mismo precio, y para producir cosas mejores y más apetecibles, el hombre medita, se esfuerza, prueba, investiga, se asocia, yerra y acierta. Es el camino de la técnica, que no es cosa distinta que un medio para ahorrar.
esfuerzos y para satisfacer apetitos y necesidades. Ese instrumento, que explica nada menos que el progreso del hombre por el mundo, y también y desde luego sus claudicaciones y fracasos, existe porque los precios lo mandan desde su invencible atalaya del mercado. Un mercado quieto, es decir, esclavo, como el mercado socialista, donde nadie tiene interés en producir más, mejor o distinto, detiene la creatividad y mata la técnica: En 70 años de imperio comunista, fuera de armas y satélites, no produjo ese medio mundo nada que tenga que agradecerle la otra mitad: ni un vehículo, ni 'una cámara fotográfica, ni una tela grata al tacto femenino, ni un utensilio de cocina, ni un ascensor, ni un equipo de construcción o de hotelería o de salud. El mercado libre, practicado entre hombres libres, es la condición del desarrollo y también el soporte de la libertad. Y además! ya lo veremos, el único medio eficaz para el entendimiento pacífico y constructivo entre los hombres y los pueblos.
Ya hemos dicho que el mercado es el punto de encuentro de la libertad humana, el lazo que une las voluntades, la espuela que apremia la calidad del ingenio individual, que explica la fuerza asociativa y que juega, en fin, el papel decisivo en la formación de lo que llamamos la cultura.
Pero este análisis del mercado doméstico o tribal, se vuelve tan insuficiente como el objeto al que apunta. Porque los grupos sociales, por la uniformidad del clima, la homogeneidad de .la tierra y la vecindad de habilidades y condiciones que nacen del parentesco consanguíneo y espiritual, suelen especializarse en su manera de entender la vida y en su inclinación y capacidad de producir. Los unos son de pastores y aquéllos de pescadores o mineros; aquéstos se adiestran en la agricultura, los de más allá en la forja de los metales o en el manejo de la lana o en la fabricación de telas para el abrigo o el boato; hay ciudades o regiones que sobresalen en la pasión por las especias o en el ingenio con que
diseñan buques o en el amor con que crían veloces caballos o hatos espléndidos. Pues es esa diversidad entre naciones, réplica de la diversa condición de los sujetos que la forman, la que explica su comercio y de paso, nada menos, la historia universal.
Los pueblos que son hábiles para ciertas cosas, y poco o nada para otras, no tienen más que una elección entre dos caminos: hacer muchas cosas mal hechas o vender bien lo que les sobra para comprar lo que les falta. Y la lógica implacable del mercado decide por lo segundo. Es el comienzo de las grandes caravanas transeúntes, de las legiones de comerciantes ambiciosos y audaces, de los cosmopolitas centros de intermediación y acopio. Y para que todo eso sea posible, aquí vienen: los que construyen los caminos interminables, los inventores de las máquinas que los surcan, los que comunican el planeta en fracciones de segundo. El transporte es hijo del comercio, pero no le basta. Porque no se mueven las cosas ni los hombres sin el combustible de los capitales, que son nómadas por antonomasia. Así queda planteada la necesidad de la banca, que irrumpe en la escena tan pronto se la reclama. Y los banqueros son responsables de la acumulación de capital, antesala de las grandes obras, los grandes proyectos, los grandes sueños. Finalmente, toda esa mareada revolucionaria lleva implícita la condición que marca el éxito o el fracaso de sus actores o partícipes. Y es que cada una de esas oportunidades, desde la producción a la intermediación final, pasando por sus infinitos estadios intermedios, queda reservada al que mejor pueda utilizarla. Es el ancho campo de la técnica, este colosal esfuerzo del hombre que no tiene otro sentido que el de ahorrarle esfuerzos futuros y permitirle la persistencia sobre este duro planeta que le tocó en suerte.
Los que odian el mercado no lograrán ser consecuentes sino cuando pregonen el regreso a la vieja época de la autarquía familiar, a la que bastaba la piel de alguna bestia para cubrirse, la carne de otra con el complemento de un puñado de vegetales silvestres para nutrirse y una cueva donde guarecerse. Porque con todos. sus defectos, limitaciones y vicios, es el mercado, y no la regulación política, lo que ha permitido la ascensión humana a lo largo de los siglos.
El libre mercado es el peor, el más injusto, despiadado e inefi ciente sistema de producción y . distribución de bienes... salvo todos los demás conocidos.
Cuando hacíamos su apología, recordando que cuanto vale la pena en el mundo de hoy se le debe casi por entero, cuántas heridas aún abiertas y cuántas crueles cicatrices. debíamos olvidar para no perder la visión del conjunto. En el mercado campea el egoísmo más feroz. A la hora de competir, priman las pasiones más ruines y se exacerban los peores instintos de la especie. Con cuánta frecuencia se aceptan medios detestables si son buenos para enriquecer y la más estúpida avaricia se ensalza como espíritu de ahorro y ánimo de inversión. La historia es una interminable procesión del Shylock shakespeariano y del Torquemada de Pérez Galdós. Tienen razón ¡cuántas veces! los que esculpieron y repiten la vieja sentencia de que "para saber cómo desprecia Dios a los ricos, basta ver a quienes les da la plata", réplica profana del camello que pasa por el ojo de la aguja más cómodamente que el rico por la puerta del cielo, y de seguro también tienen razón los que braman de indignación y de ira como el Mendigo Ingrato de León Bloy. En la lucha del mercado ganan los malos con exasperante frecuencia; se impone la trampa sobre la virtud; aventaja la suerte al mérito; el poderoso insolente destroza a los débiles; la compasión, la piedad y la solidaridad escasean sobre un horizonte ceniciento de maldades y artimañas.
El mercado ha sido causa de incontables desventuras. No sólo empresarios honrados, sino grupos y pueblos enteros cayeron fulminados por una técnica nueva, por una máquina que debió ingeniarse el diablo, por un medio de transporte que los dejó a la vera del camino, sin trabajo ni esperanzas. Profesiones seculares, las borró un vientecillo innovador. Clientelas infaltables, se mudaron en un solo día tras la novedad, el precio o cualquier halago estúpido. Proyectos serios, sueños espléndidos, volaron en pedazos sin aviso y sin causa. Porque el mercado es el mundo azorante del sobresalto permanente, de la atención sin pausa, de la vigilia como sistema.
Así se entienden las rebeldías recurrentes y las utopías infatigables. Domesticar la fiera, someter el ritmo de las cosas a un cierto equilibrio benefactor, impedir los errores de los incautos, constreñir a los audaces y devolver la paz sobre la tierra, dándole a cada uno según su necesidad y exigiendo de cada uno según su capacidad, son designios encantadores y probablemente irresistibles. ¡Cuántos jóvenes idealistas han caído en la tela de araña de esos argumentos especiosos! ¡Cuántas expediciones truncas en busca del vellocino de oro, de un mundo feliz, ordenado por una mano justa y una mente sabia! Las debilidades humanas sublevan y 105 vengadores estarán siempre al acecho, dispuestos a formar Leviathanes en cuyo interior supuestamente reinen la paz, el orden y la convivencia. Si para ello es necesario algo de mano dura, callar voces discordantes, aplacar libertades demasiado vivas y castigar a los traidores del ideal, todo sea por ese mundo fantástico y por ese "hombre nuevo" que ha cautivado tantas generaciones ingenuas e inspirado tanto melenudo para entonar canciones de protesta.
Cuando llegamos al término de esta reflexión sobre el tema capital de nuestro tiempo, si edificar la sociedad desde la perspectiva de la libertad creadora o del autoritarismo disciplinante, se nos aparece una de las más bruscas paradojas del hombre y de la sociedad contemporáneos. Y ella radica en que por una parte encontramos la incontrovertible lección histórica de que nada cuanto fue hecho en el mundo de la cultura vale sino a partir de la libertad que se expresa en los mercados, pero que no hay nada en el mundo más amenazado que la limpieza y por lo mismo la productividad de esos mercados.
Esta contradicción es la que hace vacilar a tantos y la que ha movido hacia el socialismo enormes grupos humanos y legiones de intelectuales y de gente bien intencionada. Pero no es necesario matar el mercado para salvarlo. No es preciso crear un Leviathan para rescatar al individuo. Y, sobre todo, no es inteligente sacrificar la libertad, con su indefinido poder de creación y de adaptación, para sustituida por el poder de un Estado necesariamente incompetente, retardatario, torpe en sus movimientos y por antonomasia fuente de corruptelas sin número y sin nombre. No, entusiastas adoradores del Estado filántropo, planificador y dirigista. Alto en el camino de nuevos disparates, porque las equivocaciones políticas cuestan demasiado. Cuando la mitad del género humano apenas sale a la luz después de más de 70 años de barbarie socialista, ya no es solamente erróneo, sino manifiestamente perverso proponer de nuevo la receta trágica.
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Sí se puede. Construir un mercado sin violencia; dominar la mala fe; quebrar la cerviz de los monopolios; moler a palos los carteles; ponerle grilletes de acero a los actos desleales y a las prácticas restrictivas del comercio, no es una quimera. Es la tarea a la que se dedica el mundo rico y próspero, demasiado empeñado en extender la libertad, estimular la competencia, fomentar el ingenio y abrirle surcos a la semilla del trabajo productivo, para dedicarse a las idioteces en que por aquí andamos. Cuando aplicamos todo el esfuerzo y toda la pasión a determinar si elegimos congresistas independientes, liberales o conservadores y nos paralizamos de emoción frente al arduo problema de la financiación de la publicidad política, por allá se desvelan para doblegar los malos trusts e incitar al pueblo a que se prepare, luche, trabaje, se asocie y triunfe. Allá, quiere decir ese odioso mundo de la economía social de mercado donde el Producto Interno Bruto supera los doce o quince mil dólares anuales, donde la miseria es un accidente y donde los pobres asalariados tienen automóvil y casa propios, educación calificada para sus hijos y capital ahorrado suficiente para una vejez fecunda y digna.
El Estado tiene un papel extraordinario que cumplir. Garantizar el orden y sostener el Derecho, en primer lugar. Un Derecho vivo, actual e histórico, que quiere decir oportuno y dinámico. Un Derecho que empiece por conseguir condiciones sustantivas iguales para todos, a partir de una educación universal y de calidad. ¡Cómo nos preocupa el número de niños que entra a .una escuela! ¡Y cómo nos despreocupa la calidad de enseñanza que les dan a esos niños una vez sentados en el pupitre! Nos importa una higa que los llenen de resentimientos y prejuicios, de conocimientos mediocres y de actitudes estúpidas frente a la vida real que han de vivir.
El problema de lo que llaman neoliberalismo y social democracia no es, por ventura, cuestión de ideología. Es el pragmático problema de la riqueza y la pobreza, del bienestar y la miseria. Y en el punto seguimos al boxeador Pambelé, el genial filósofo de la simpleza. Así que digan cuanto digan, preferiremos para este pueblo que amamos y nos duele, en todo lugar y circunstancia, que sea rico y no pobre.
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